martes, 18 de septiembre de 2007

Aguafuertes

"Hay que encontrarle el lado arltiano a la literatura del interior para que deje de ser costumbrista.” Dice Orlando Van Bredam, ganador del premio Emecé 2007.

¿Y por qué no a la porteña también?, pregunto yo.

martes, 11 de septiembre de 2007

Crónica de descenso y desencanto

...Cada movimiento estuvo dominado por una gran confusión: cómo agarró sus cosas, cómo abrió la puerta para marcharse. No quiso mirar a nadie a los ojos y, con la vista en el piso, dijo que necesitaba salir. Escapó, tomó el ascensor. Intentó no mirarse en el espejo. No lo logró: estaba pálido, serio. Cierto aire violento le cruzaba la boca, una flexión acorde con la necesidad irrefrenable de romper el espejo. Se resignó a escupirlo.
Corrió para salir del edificio. Instintivamente encendió un cigarrillo y comenzó a caminar por la avenida. Dobló a la derecha en la primera calle lateral, cruzó hacia la plaza. Vio los bancos pero se negó a sentarse: necesitaba caminar, rápido, rápido, agitarse, rápido, rápido, cruzar, patear esa botella, rápido, cantar lo que cantaba, rápido, más alto, rápido, gritar.
Estaba de nuevo en la avenida y no supo hacia dónde seguir. Respiró profundo, sintió el aire rozándolo por dentro: cerró los ojos. Antes de volver a abrirlos buscó convencerse de que había transcurrido un largo tiempo. La avenida aparecía como un paraje desolado. Las veredas anchas eran sólo para él pero, al mismo tiempo, lo dejaban al descubierto. Caminó.
Mientras tanto, en su mano se consumía el tercer cigarrillo, que apagó al llegar nuevamente a la esquina del edificio. Cruzó en diagonal y se ocultó detrás de un puesto de diarios. Retrocedió unos pasos y se ubicó en el escalón de una vidriera.
Protegido de la luz de los faroles se sintió más tranquilo. Miró el edificio y la ventana lateral del cuarto piso. La luz que salía, las sombras que jugaban a lo lejos, los signos de la existencia, aquello de lo que había escapado y a lo que él ya no pertenecía. Miraba desde su escondite e imaginaba. Pero todo lo que sucedía en el interior de ese departamento no era alcanzable, no era real. O, en fin, no era.
Dejó de pensar, encendió otro cigarrillo. El temor parecía ser la razón que lo movilizaba, la excusa. El temor a lo oculto es mucho menor que el temor que lleva a ocultarse, a fugarse sin decir a donde iba y volver para espiar por esa ventana que no mostraba más que luz. Reflejos indefinidos de lo que él no era. Cruel castigo, la nada.
Entonces, ¿qué esperaba?
Allá arriba alguien bajó la persiana. Decidió que esa era su señal y no esperó más: la caída de la cortina de madera lo desprendió de su escondite. Siguió camino por la avenida aunque ahora pisaba con suavidad las baldosas. Las escaleras de una estación del subte lo sorprendieron. “Casi una catabasis”, pensó. Y no pudo evitar seguir su instinto poético y descender poniendo un pie en cada peldaño, despacio, uno detrás de otro...

jueves, 19 de julio de 2007

Exangüe

Día sábado. Con mi saco sobre el brazo atravesé la puerta. Al principio, en la calle, no vi nada. Nada. Parecía estar tranquila, sin contar algún que otro murmullo, la ciudad desolada. Mientras, con paso seguro, acortaba la distancia entre la esquina y mi cuerpo y los árboles, como infinitas repeticiones, pasaban uno detrás de otro por mi lado, pensaba que aquella noche marcaría la diferencia. Cuando comenzara a amanecer y el sol traspusiera la cortina azul de la habitación volviendo azules las paredes y el techo, yo entornaría los ojos, miraría la mujer que duerme, esa compañía casual, y me sonreiría frente al destino. Porque en ese momento, esa noche, que por otro lado era eterna, yo debía encontrar compañera, una que entre gemidos y arañazos me galopara frenéticamente mientras dejaba que los labios entornados se humedecieran con el transitar de su lengua vertiginosa. Sin embargo, todavía nadie amenazaba la noche con su presencia. Sí había, en cambio, una amenaza constante que se escondía entre las ramas de los árboles y hacía temer su aparición súbita. La calle se alargaba en esa soledad penumbrosa. No quise mirar el reloj, supuse que llevaba más de dos horas aguzando la vista a causa de cierta neblina poco indulgente que se empecinaba en desdibujar los bordes de las figuras lejanas. Figuras, por otro lado, que nunca eran personas. Casas, árboles, postes de luz, tachos de basura, cabinas de teléfonos, paradas de colectivos, canastos de basura, bolsas de basura, autos, containeres, carteles de prohibido estacionar, semáforos, kioscos de revistas, estaciones de subte. Nada. Pero aún así, sin embargo, yo continuaba caminando sin dejar de imaginar que en la siguiente esquina vería aparecer un vestido rojo que danzaría alocadamente siguiendo los caprichos de un viento que no había. Dentro de ese vestido, una mujer vendría abrazándose a sí misma para provocarse más calor, sin notar que se abrazaba, deslizando las manos hacia abajo y hacia arriba constantemente sobre sus antebrazos de manera instintiva. La mujer me hablaría, me preguntaría la hora, pero yo desistiría en mi intento por mirar el reloj, la hora no importa, porque en un abrir y cerrar de ojos sería mi brazo sobre sus hombros y mi mano frotando uno de sus antebrazo mientras mi cuerpo calentaba el otro. De allí a mi departamento y a los besos indecentes sólo habría un inexistente viaje en taxi, una puerta que traspasaríamos sin necesidad de la llave, llevados por nuestras manos impacientes escarbando debajo de la ropa. Y finalmente, la mañana. Sin embargo, hasta ahora, no había nada. Nada. Al principio estaba mi casa, la puerta, los primeros pasos, y las agujas del reloj que aún daban las doce. Ahora, como si llevara caminando más de cuatro horas, mis piernas se aflojaban en reclamo de un asiento y mis manos sufrían el frío sudoroso. Un orgasmo que me detuviera con la espalda levemente suspendida en el aire, los ojos levemente cerrados, la boca suspirando levemente, las manos levemente cerradas sobre los pechos de una mujer, se volvía imposible. Y mi cuerpo, fracasado, me devolvía a la puerta de la casa. La abrí y la cerré detrás de mí. Parecía nunca haber partido. Volví a abrir la puerta, miré hacia un lado y hacia el otro. En la calle no había nada. Nada.

viernes, 13 de julio de 2007

Nadar

Epidérmicamente insistente, se había colocado como una mota de polvo sobre cada uno de los paseantes. Después, decidió distinguir las distancias, marcar el reflejo y permitir el sobrevuelo. Al fin, con cierta incertidumbre, se montó en la rama y luego en la gota de lluvia. Una burbuja húmeda la envolvió y la depositó en el suelo sucio de la ciudad. Se sintió a gusto, creyó ser parte. Repentinamente, una suela de zapato la arrancó de sus subjetivismos, aplastó sus esperanzas, la remontó, la machacó, la elevó, la apelmazó, la sacudió y la hizo rodar allá, a lo lejos, a la alcantarilla. En la caída libre suspiró dos veces, hasta que nuevamente una humedad reconfortante la invadió y la arrastró calle abajo. En la oscuridad y la clandestinidad de la ciudad se regocijó como un asaltante en la noche cerrada. Sí, dudó si no era cruel. Pero poco tuvo que esperar para descubrir que simplemente era miedo, miedo al circular, a fluir y chocar con las aguas del río. Un río plateado y arenoso y metálico y opaco.

martes, 3 de julio de 2007

Nuestra revolución

Camino. Veo surgir el espíritu de la tierra, de cada baldosa de Buenos Aires escapa el aura de las desilusiones. Un árbol se seca delante de mis ojos, en unos pocos segundos es leña inservible; las paredes claman piedad. Piedra por piedra tiembla la ciudad, y yo camino. El hombre que camina en esa polis desierta tiene mirada única, ríe de seguridad, se desliza y parece comprender su entorno. Cemento, cal y ladrillo. El humo se despierta, corre jugando a las escondidas, ya se posa una nube oscura detrás de aquel edificio, ya sobre la plaza y los monumentos de los próceres.
Y entonces, sólo entonces, me detengo, elevo las manos, miro mis pies. El cielo explota en aullidos de terror, una luz verdosa ataca la calle, el suelo se abre delante del hombre que mira sus pies, los árboles enloquecen y despedazan sus ramas contra los cables. El viento persigue a los pocos mortales que insultan a la naturaleza y, contra el mandato divino, pisan la calle.
No hay sangre en las puertas, no es la muerte la que acontece, ni la venganza, ni la desidia. Se prepara el mundo para el amor eterno, el mayor miedo del hombre se personifica. El odio se hace odio contra el amor. Infieles y herejes los que no me entienden, apócrifos los que proclaman otra religión que nuestra revolución.
Y ahora levanto los ojos, el gran pueblo con puerto se paraliza, se calma el viento. No hay rincón alguno, ni cajón que no se encuentre relleno de su luz. Ella baja.

jueves, 7 de junio de 2007

Los macabros ( Sexopático new age)

Hay, en una habitación, una chica, una cámara de video y una banana. La habitación parece fría, de techos altos y paredes un tanto gastadas - en algún momento habían sido amarillas-. Un velador envejecido ilumina pegado a la pared izquierda. A la derecha aparece, cada tanto, el vuelo de una cortina - la ventana parece estar abierta-. La cámara de video es tomada por alguien que la eleva y apunta hacia la chica. Ella dice algo así como: - “Tal vez me animo”. Una mueca burlona le cruza la cara mientras habla, los ojos toman un brillo peculiar. Desgraciadamente no reflejan a quien lleva la cámara que se balancea cada tanto y gira en derredor de la chica.
Dice demasiadas futilidades, tarda poco en dejar de hablar. Toma la banana y comienza a pelarla, intenta hacerlo de manera sensual. Cuando la fruta ya está pelada y comienza a meterla en su boca, la cámara se aproxima de manera violenta, haciendo un primer plano excesivo. Se escucha una voz de hombre que exclama "Muy bien" (suena accidental y vergonzoso en las últimas sílabas).
Luego de un par de maniobras bucales, la banana se quiebra en la boca de ella. Se escuchan risas y la imagen se ensombrece. Las risas continúan brevemente mientras dura la oscuridad y finalmente el video se termina.

sábado, 19 de mayo de 2007

Algunas líneas...

Dibujé una línea para vos. Ajé la tierra, la hundí. Miraste la línea y juntaste las manos. Desde lo negro surgieron motas amarillas que crecieron como plantas.
Dibujé una línea para vos y la tomé con dos dedos, la enrollé alrededor de este papel y le hice un nudo. (Viaja ahora, creo, en una botella).
Me tocaste la mano y dibujé, entre temblores, una línea recta que te partía la cara. Pero no te dividiste, tu sonrisa seguía siendo una (lo sé, me sonreíste)...
Eran las tres de la tarde, nublado, desmejorando hacia la noche y con probabilidad de chaparrones. (Humedad 99%, presión no sé)... probé la lapicera, y dibujé una línea: -.
Es para vos, escribí después.

Dibujé una línea mirándote a los ojos, mostrando el negro vacío, mostrándote que era para vos. Pero entendí tu silencio y te contesté.
-No, no estoy seguro. No fue más que saltar la línea con un paso temeroso...


No, no, no, YO te lo agradezco a VOS... realmente.

jueves, 17 de mayo de 2007

La variedat

Hoy voy a hacer una especie de nota de color. Siguiendo los pasos del blog amigo "Salvajismos" voy a mechar un par de cosas. Primero quiero hacer cita de dos letras de Patricio Rey y sus redonditos de ricota. La cuestión es que los he redescubierto en los últimos días y estoy muy contento con ello. Y sobre todo me han gustado muchas letras del Indio Solari, entendí en cierta forma la poética de rock popular que despliega. Siempre mi imagen de los Redondos había estado más pegada a un tipo de rock stone (deformado hoy en día en el rock chabón) que a lo que podía considerar un rock argentino de la vieja data rockera.
Y recomiendo para leerlas que le impriman cierto ritmo de recitado de la canción. Digamos, los espacios entre palabras o frases que tal vez no estén separadas en distintos versos pero que, si hubiera sido pensado para poema escrito, tal vez tendrian un blanco más grande que la simple separación entre palabras.

Música para pastillas
Flacas gimnastas de América.
Secas, austeras soviéticas,
muchachitas fatales en blancos
zoquetes chinos.
Son todas joyas, patricias de amor.
La más hermosa niña del mundo
puede dar sólo lo que tiene para dar.
Música para pastillas (¡rápido!)
y mucha cuchillería.
¡Pará, mi amor, esto está muy
Shangai!
Roqueros bonitos, educaditos.
Con grandes gastos, educaditos.
Emboquen el tiro libre,
que los buenos volvieron,
y están rodando cine de terror.


Aquí sigue una pregunta: ¿alguien sabe si esta letra es efectivamente para Soda Stereo como lo sospecho?. Recalco algo que me parece excelente si realmente esto es para Soda Stereo (o una ironía de la chetada, en fin)... "¡Pará, mi amor, esto está muy Shangai!" me parece soberbio.
Sigue otra más, respondiendo como corresponde a la tendencia Sexopática (sí, eso se escribe con mayúscula) de este blog.

Semen up
Ella tiene una forma de hacerme creer
Que es para mi la mejor manzana
Su estilo desprecia mi soñar
Con ella soy rico, gratis

La veo casi como un demonio
Y rasco la alfombra por su amor

Saludable y católica
No le gusta que ande solo
Se ha montado en mi nariz
Y es para mi la mejor fruta

La veo casi como un demonio
Y rasco la alfombra por su amor.

De aquí dos cosas, primero "Con ella soy rico, grátis" y segunda "Y rasco la alfombra por su amor" que creo obliga a volver a leer instantaneamente "La veo casi como un demonio". Las razones más profundas las dejo al libre entender.
Y por último para sumar un poco a las contradicciones del mundo desde este humilde sitio, un videito para todos aquellos que leyeron hasta aquí.
¡DISFRUTENLON!

martes, 15 de mayo de 2007

A la señorita de verde

- Disculpe, señorita ¿usted sabe lo que me hizo? No, como va a saber, no tiene ni la más remota idea... pero eso no la redime, no se crea, esto me lo hizo usted, sí, sí: usted, que me ve con esos ojos marrones inabarcables. No mire para otro lado, usted me hizo este tajo, sí. Claro, cuándo, se preguntará, cómo hice yo para hacerle algo si sólo pasé por su lado sin siquiera rozarlo. Pues le respondo, señorita, desde el fondo de mi pecho, que la culpa es pura y exclusivamente suya. ¿Y sabe por qué soy tan drástico? porque estas cosas no se hacen, no, no se hace, es de mala educación. Pero tranquila, cámbieme la cara, no me mire con ese tono de voz que me envalentona más aún y no se lo recomiendo, señorita. Las respuestas ya llegarán a su debido tiempo y en las condiciones necesarias, estoy totalmente dispuesto a explicarle cada palabra que le he dicho aunque eso me lleve la eternidad... pero antes déjeme que me acerque, un paso nomás. Está bien, está bien, sé que peco en retrasar mis argumentos, pero míreme, no se dé vuelta, por favor, míreme… es muy sencillo, es su perfume. Ahí está la clave de todo, su perfume, sí, aunque le parezca raro. ¿Contenta ahora? ¿Está más tranquila? La noto aliviada, tampoco era para andar suspirando. No quiero ni pensar lo que habrá imaginado… dese cuenta que yo no soy un cualquiera, señorita. ¿Ahora me deja acercarme un poco más? Claro, claro, desde ya, tiene razón, yo lo dije: todo a su debido tiempo. Pero me entiende, ya sé que me entiende. Ahora le reitero: hágase cargo, le pido, de esta herida. Se da cuenta, ¿no?, se da cuenta lo profundo que ha llegado su perfume para decirme que debo hablarle indefectiblemente... tu perfume, si me permite tutearla, ha minado mi condición de hombre, me ha hundido una daga caliente en el pecho que sólo usted puede devolver a su funda… Me gusta su sonrisa… perdón, es cierto, tu sonrisa. Pero qué me dice, ¿está dispuesta a ayudarme? No, no me trate de adulador, está bien, se lo acepto: debo admitir que su vestido verde tiene un contenido afrodisíaco. De cualquier forma, ¿me permite invitarla con un café?

viernes, 4 de mayo de 2007

Cantares

Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre el mar.
..
Nunca perseguí la gloria,
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles,
como pompas de jabón.
.
Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse...
.
Nunca perseguí la gloria.
.
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
.
Al andar se hace camino
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar...
.
Hace algún tiempo en ese lugar
donde hoy los bosques se visten
de espinos
se oyó la voz de un poeta gritar
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."
.
Golpe a golpe, verso a verso...
.
Murió el poeta lejos del hogar.
Le cubre el polvo de un país
vecino.
Al alejarse le vieron llorar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."
.
Golpe a golpe, verso a verso...
.
Cuando el jilguero no puede
cantar.
Cuando el poeta es un peregrino,
cuando de nada nos sirve rezar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."
.
Golpe a golpe, verso a verso.

Antonio Machado

domingo, 29 de abril de 2007

aire y luz y tiempo y espacio

"Sabés, yo tenía una familia, un trabajo, algo
siempre estaba
en el medio pero ahora
vendí mi casa, encontré este
lugar, un estudio amplio, deberías ver el espacio y
la luz.
por primera vez en mi vida voy a tener el lugar
y el tiempo para
crear".

No, nene, si vas a crear
vas a crear trabajando
16 horas por día en una mina de carbón
o
vas a crear en una piecita con 3 chicos
mientras estás
desocupado,
vas a crear aunque te falte parte de tu mente y de
tu cuerpo,
vas a crear ciego
mutilado
loco,
vas a crear con un gato trepando por tu
espalda mientras
la ciudad entera tiembla en terremotos, bombardeos,
inundaciones y fuego.
nene, aire y luz y tiempo y espacio
no tienen nada que ver con esto
y no crean nada
excepto quizá una vida más larga para encontrar
nuevas excusas.

Charles Bukowski

domingo, 15 de abril de 2007

Baquides

Frente a nosotros se levantaba un vaho que nos recubría la cornea de los ojos y la comisura de los labios con un sabor ácido de secreciones frescas. Aún nos encontrábamos sorprendidos como quien asiste a un espectáculo único, a una representación magistral, similar a una onda sísmica que al llegar hasta nosotros detenía su recorrido durante unos segundos para mantenernos vibrando con aire entrecortado. Sobre todo se podía adivinar en el silencio. Nuestras bocas semiabiertas suspiraban pausadamente un leve aire caliente casi imperceptible, y en cuestión de segundos eran ahogadas por la carne sudorosa que interrumpía en el llano de los labios.
El tejido de piel trémula dejaba adivinar contornos que al instante se reformulaban como una gran ameba caliente. Sobre el piso, el límite lo conformaba una figura circular un tanto irregular de telas y batas que nos rodeaba. A veces nos sorprendíamos absortos en el reflejo oscilante de las velas que al golpear contra el raso violeta formaba un cerco de rojos, amarillos y azules. La música rellenaba y acompasaba los movimientos casi convulsivos y en oportunidades espásticos.
Poco a poco nos fuimos convirtiendo en algo más que nosotros mismos. Nuestra transpiración emanaba hasta formar un gran charco. Convertido en río, navegábamos como una balsa hecha de fibras inquietas y poros latientes. Era el Aqueronte, y nosotros nos desplazábamos enredados y a la deriva. No pertenecíamos ni a un lado ni al otro, la amorfa embarcación de carne irrigada estaba destinada a hundirse. Y el agua que nos envolvía, salada y viscosa, se abastecía de flujos y semen, se evaporaba e invadía la habitación con olores agrios. Aún así nuestras caras se mantenían desconocidas, nuestra presentación era un cúmulo de piel resbalosa sin rostro. Nos diferenciaban el pelambre y las presencias o ausencias.
Se escucharon algunas palabras, alguien que por error o gusto perverso pronunció incoherencias. Pero lo que dijo no lo recuerdo. La respuesta represora seguramente llegó con dos pechos y dos pezones erguidos, o con una embestida silenciadora.
En pequeños grupos de dos o tres fuimos visitando las habitaciones oscuras; circulábamos como íntimos desconocidos, buscando las pistas mediante el roce de las manos en vanos intentos por descubrirnos. Pero las máscaras permanecían adheridas a nuestra piel, la mitad de nuestro rostro era un frío plástico nacarado, último resabio de lucidez y sello de un sagrado pacto de silencio. El resto nos trascendía, simple excitación por un arte mayor.
A medida que pasaron las horas algunos volvieron a vestirse y se retiraron sin despedirse. Otros, inagotables, persistían en su búsqueda. Al fin nadie quedó, y cada cuarto fue iluminado.

martes, 10 de abril de 2007

Gato negro

Soy un egocéntrico, un ignorante, un despreciado;
soy un tarado, un hipócrita, un desquiciado,
raro, excéntrico, bohemio.
Soy un iluso, un idiota,
soy un imbécil, soy un pedante;
un forro,
insensible, casi inhumano... soy un animal;
soy un rencoroso, un pervertido,
un sexópata, un cínico,
cíclico y rotundo sicótico.
Soy un ególatra y logófilo,
insoportable,
un revolucionario,
un burgués, un autócrata;
soy un pérfido, incestuoso,
un misógino, ácido, rebelde.
Soy un lego, un escritor fracasado,
un despótico, un neurótico obsesivo,
culpógeno.
Soy un nene lastimado,
un sujeto dividido.
Soy un irreverente, un perdido,
un heavy,
soy un hombre alado sin plumas,
un cáncer benigno, un desesperanzado,
soy un enfermo;
soy la peor persona y el mejor amigo,
soy un amante incansable,
soy una mentira...

pero quiero ser tu gato negro.

miércoles, 4 de abril de 2007

Sending out

Para la Maga, por las carreteras perdidas

Ella leía en voz baja mientras jugaba con los cordones de las zapatillas. Como en un movimiento casi sicótico, golpeteaba las puntas que caían nuevamente en sus manos. Y sin cambiar su ritmo, violentamente se volcó sobre el libro y desapareció. No estoy diciendo que se haya escapado corriendo, ni que se acercaba de forma normal al libro.
La imagen más cercana es una especie de succión, o de intromisión repentina, depende de qué lado se lo mire. Claramente, aún no sé si aquello fue por acción del libro o por acción de ella, y posiblemente nunca lo sepa. Pero de cualquier forma, eso no implica que lo que presencié sea mentira, digo, no descubrir la máquina detrás de aquel resultado no refuta nada, por si se les ocurría intentar tratarme de embustero.



La cuestión es que yo no invento, de hecho, como notarán, soy un mal escritor que no puede escaparle a ciertos clichés al momento de narrarles. Lo más acertado para definirme sería lo que me dijo el doctor Masselli. Mientras tomábamos unas cervezas, el abogado me miró a los ojos durante un par de segundos y antes de romper el silencio miró hacia la barra.

-Hay personas que creen y personas que no, Acuña - dijo Masselli-, yo un día defiendo las leyes como sagradas y al siguiente las discuto como si allí residiera la razón de mi vida o mi destino.

Se le derramaba la espuma del vaso luego de haberlo llenado casi con violencia, y, no sin cierta torpeza, intentaba evitar que llegara a la mesa usando una servilleta de papel. Pena, limpia y llana pena. Eso era lo que me unía con Masselli, una cerveza, un bar y servilletas de papel con las que limpiarse la grasa de los manís e intentar rescatar la espuma de su caída cruel. Y si ese día logré entender por qué yo estaba con ese tipo que no me simpatizaba en absoluto y que, es más, me producía nauseas ni bien se sentaba en la silla de en frente, si yo entendí eso en aquel bar, lo que me dijo no lo entendería hasta hace unos días. Las cosas se creen o no, y las personas se dividen entre las que creen y las que no. Masselli y yo creíamos, tanto como para creer fervorosamente en ideales opuestos, días distintos, o incluso el mismo día.
No hay más que eso, los que creen llegarán hasta acá o tal vez ni siquiera estén leyendo ya... en cambio, los que ocupen el mismo bando que el patético abogado y yo, me permitirán que hable (lo sé, al final me dirán: sí, Acuña, usted tenía razón).




Pero todo esto no era nada, no por lo menos hasta que la vi esfumarse delante mío. Unas horas antes yo transitaba mi angustia constante y las calles del barrio de Montserrat. Debía ser el único hombre caminando en la ciudad, llevaba dos horas en un paseo sin rumbo y no recordaba haberme cruzado con ningún otro peatón. Las veredas se me presentaban, vacías y sucias, y por esa razón yo caminaba aún. Decidí salir a la 9 de Julio y luego hacia Córdoba. Los negocios estaban cerrados, ni un sólo kiosco. Autos no recuerdo, sé que vi. Buenos Aires tampoco estaba desolada.
Sé que no fue un sueño, verdaderamente estaba caminando y sobre todo sé que lo que vi después fue real. El saber es una cuestión de fe. Vi a la muchacha que leía sentada en el banco, agazapada contra el libro, tocando los cordones de sus zapatillas, con los pies un tanto levantados del suelo. El libro, y ella sumergiéndose, o absorbida, entrando al libro... O a las páginas. Ciertamente no lo sé, pero desapareció.









Y estoy seguro de que sucedió. Porque aún guardo el libro que tomé inmediatamente, abandonado y abierto como si lo hubieran olvidado sin leerlo por completo.

miércoles, 28 de marzo de 2007

Iluso

Demasiado lejos de poder escribir un poema decente, hace mucho que no actualizo así que aquí va un "intento de..", creo que se queda en un juego de palabras y que no me sale escribir poesía ni por asomo. Así que como de costumbre, escucho opiniones que me ayuden. E.

Iluso

Entre el iluso
golpe a mí
y el ensombrarse a mitad del día
el juego con los ojos
un refregar
con la mano
de trapo

Cruje

Y cuando se desarma, el reflejo
centellea, la calma
lúcida ves
un risible proceder de mimesis
y es
todo
¿y por qué?
locura

Se retrae

Detrás de aquella
no es dama
ni conjura de ilusión
el albor
desaparecido, soy
irremediable
tal vez un enfermo

Entre dos manos
que me esconden
la frente
los ojos
se apagan
¿para quién?
pecados deslucidos

Truena

Sombra de oscuridad,
Iluso,
en las manos tus ojos
partiste

jueves, 15 de marzo de 2007

Castillo de arena

A Abelardo

No sé bien cómo empezó, pero luego de que Natalia se parara desparramando un par de tazas consideré que era momento de prestarle atención a lo que fuera que le estaba diciendo y a lo que ella me contestaba:

- Acordate de la playa
- Disculpame, ¿de qué playa estamos hablando?

De haber sabido el tema de la conversación tal vez podría haberme salvado de la mirada de tigresa hambrienta con la que intentó responderme. Debían ser las once de la mañana. Mis reflejos de hombre en peligro no pretendían despertarse aún, ni siquiera después de la tasa de café con leche y las dos medialunas. En efecto, lo notó (debo admitirlo, tampoco intenté disimular mi poco interés), porque quedó rígida con la mano en la puerta a medio abrir.

-La playa. Cuando me dijiste que todo lo que escribías era siempre pensando en mí. Que yo estaba en todos tus textos.

Yo, aclaro, soy un intento de escritor. Y por alguna razón que no creo recordar, probablemente el medio litro de vodka mezclado con jugo de naranja, yo le había dicho eso mismo.

- Me acuerdo - admití - pero si no me equivoco nos habíamos conocido esa noche, por lo que no podía estar hablando en serio.

Tampoco se podía llamar playa a aquel arenero. Por más que Natalia se hubiera encaprichado con construir un castillo de arena mientras yo le recitaba Girondo recostado contra un tobogán.
Claro que Natalia nunca estaba en los mismos lugares que yo, por más que estuviera a mi lado. Y aunque eso fuera una plaza cualquiera (aún no recuerdo cuál), para ella era San Bernardo o Mar del Plata.

- Te acordás - dijo Natalia-, bueno. La próxima vez que escribas yo voy a estar ahí.

La puerta, repentinamente sin Natalia, se bamboleó dejando entrar aire fresco de la calle. Esa, y no sin un sabor a interrogación, fue una de las últimas veces que la vi.
Volví a verla hace tres días. Hasta hoy no he escrito más que cosas sueltas en un cuaderno de hojas cuadriculadas. Algunos días se olvida que uno quería ser artista, como cualquiera se olvida de cepillarse los dientes antes de ir a dormir o llamar a una ex por su cumpleaños. De Natalia no, ni sus ojos verdes, ni su manera de caminar como si las calles se fueran abriendo para que pasara pero ella no le diera la menor importancia.

- Hola- dijo Natalia

Yo iba camino a sentarme en un banco de la plaza Las Heras y ella, sentada en el pasto en posición de loto, hacía dibujos en un cuaderno. Después, caminabamos por Libertador. Ya cerca de Retiro se desprendió de mi brazo para comprar un chupetín, y un caramelo de menta para mí. Vi otra vez su espalda angosta y sus caderas lo necesariamente más anchas. No son sus manos, ni su boca, ni sus piernas, ni sus tetas lo que define a una mujer. Todas las proporciones provienen desde sus cadera y, de acuerdo, su ombligo.

- Tomá - y me mostró el caramelo de menta en su mano - de los que te gustan
- ¿Y cómo sabés que me siguen gustando?

Separó apenas los labios como si fuera a decirme algo y desviando la vista siguió camino a la plaza San Martín. Pasamos la tarde juntos y esa noche dormí de nuevo con ella.

- No volví a escribir - le confesé

Estabamos en la cama, ella sentada con las piernas cruzadas jugando a tirar de los pelos de mi pierna. De alguna forma, sentí la necesidad de taparme y la corrí, tirando de la sábana. Por segunda vez separó los labios pero sin llegar a decir nada.

- O sí - le dije-, pero todos textos incompletos e inservibles. Y vos estabas en todos.
- ¿Te acordás de la noche que hicimos un castillo de arena en la playa?
- Sí, pero eso qué tiene que ver, Natalia. Además el castillito lo hiciste vos sola y eso no era una playa.
- El castillo lo hicimos los dos porque vos estabas en la playa conmigo. Y no me gusta que pienses que era un "castillito".
- Está bien. Igual, yo te estoy hablando de que tenías razón, la última vez que nos vimos.
- Sí, pero vos no sabés nada.

De todas formas, yo sabía. Lo supe esa misma tarde al encontrarla y tal vez desde que me dejó viendo su ausencia en la puerta del café.
Esa noche fue la última, también lo sé. Y sin embargo, no he dejado de escribir sobre ella.

viernes, 9 de marzo de 2007

Sin ganas

Te cae el cansancio sobre los brazos. Y además aquel dolor de cabeza te exige cerrar los ojos. Subís la escalera, sin ir a ningún lado. Porque no querés. La ventana está abierta, hay algo de luz. No está nublado, no llueve, no sos vos quien sale a pasear. En la cocina te llama un café... o una coca cola que te devuelve un poco de vida. Apagás la música porque no la soportás. Lo mismo el dolor te rodea la cabeza. Encendés la televisión, no cambiás de canal porque sabés que no vas a encontrar nada y que no querés ver nada. Volvés a la ventana y decidís que vas a salir, quieras o no vas a salir. Juntás un par de cosas para meter en tu mochila pero te duele la orbita de los ojos y te cuesta ver. Te olvidás algunas otras. Ya estás buscando las llaves para salir, decidís comer algo antes. Abrís la heladera, sólo pan, y la cabeza vibra con cada mordisco. Vas hacia la puerta, vas a salir y notás un gran frío y un gran alivio. Una espesa marea roja cae hasta tus hombros. Tu cabeza estalló.

miércoles, 28 de febrero de 2007

El ojo del oculista

De pie se ensalsa un corte. Hermoso y reduntante. Brillaba y yo creía que era un cuadrito de tela. Pero se volvía insospechable cuando la doblaba. Me salvaba de vez en cuando, por cortesía. Yo le propinaba golpes en el espinazo. La verdad es que las lágrimas se escondían en el ascensor, camino al tercer piso. Pero de calambres mejor ni hablemos. Están hipotéticamente reducidos a ser el escombro de un desamor de verano.
Mucha fragilidad se esconde en esas rendijas del pasado que se quieren tapar con yeso y almidón, con ropa del placard en desuso, o el cajón vacío, o la heladera vacía, o la impronta de queso en el único rincón de la habitación. Una especie de simio maltratado que muestra los colmillos frente a la banana.
Y entonces todo es un recuerdo del destello, todo es una proclama contra la desidia del afortunado Caronte. Porque, para ser sinceros, en última instancia, frente a todo óculo impaciente, delante de los argumentos, en primera lugar -y en último también-, para empezar el juego, sólo la información de la condena y el desagravio presionan el botón expulsor.
Mi asiento, cual cohete norteamericano, sale fuera de la atmósfera.

lunes, 26 de febrero de 2007

El Baúl

Dado que la inspiración me falta, esta vez recurrí a ver qué había escrito allá lejos y hace tiempo. Bastantes cosas malas, pero no importa. Encontré un largo conglomerado de textos de un adolescente conflictuado y saqué dos pedazos que me gustaron. Ni corregidos ni nada, van como están (mi orgullo me impone la aclaración).

El viaje
Lo vemos a Martín enojado, lo vemos subirse al colectivo (servicio común, más lento). Lo vemos pagar, sentarse en la fila de uno. Lo vemos mirar por la ventana. Lo vemos pensar. Piensa, se ve. Lo vemos y me veo. Nos vemos junto a él. Piensa, se ve. Piensa en nada – mentira-. Piensa en su destino. Piensa en su nada, su carencia de centro, de ese lugarcito en el universo que lo deferencia de los otros lugarcitos, SU centro. Lo veo, nos vemos, lo vemos, me vemos. Sangra, lo vemos que sangra. Por la nariz una gruesa gota escarlata que le pinta la cara. Por el corazón un grueso agujero que lo traspasa, un dolor en el pecho, sí, típico, sí, pura literatura. Sí, él no es más que literatura. Porque sin literatura él no es, todo él es su propia literatura, invento, ficción, relleno, creación. ¿qué es Martín?. Un nadie que se escribe su historia, pero lejos de ser el hombre sartreano que se crea día a día él no hace su historia. La inventa simplemente para que exista cuando otros la creen, miente, la hace real sólo en las mentes, en las confianzas. ¿Dónde había quedado el nene revolucionario, el nene idealista?¿ Acaso quedó en aquel mundo de ideas que un tal superhombre se empeñó en destruir? ¿Acaso quedó colgado de una nube de pedos? No se sabe, pero el Martín que vemos está lejos de todo eso, lejos pero necesitaría estarlo más.



El cuerpo
Dicese del aislante natural que impide a la energía individual conectarse con The mother nature. En cierta forma es un estado de conservación dado que si el mismo no envolviera y aislara nuestra materia astral nos veríamos ininterrumpidamente unidos a otras energías auricas. ¿qué sería de los amantes si no los separaran sus cuerpos?, fácil, serían uno. Esta coraza denominada cuerpo, a su vez, sufre los revuelcos y enfados de la energía interior que, por decirlo en alguna forma entendible, en determinadas ocasiones incurre en violentos golpes contra su captor y lo abolla desde adentro (véase también Contractura).
Decididamente se ve afectado como todo represor, castigado como tal.

miércoles, 21 de febrero de 2007

El tiempo insalvable

Los miedos, los pececitos de colores, el calor de diciembre, la vergüenza desnuda que la oscuridad intenta cubrir, y la inexperiencia. (A él lo delatan las manos brutas, a ella la rigidez con que espera.)
La transpiración que no se vive, los gemidos ahogados de pudor y la desesperación.
La violencia, la contracción del cuerpo, el pequeño grito y el suave empujón; la sangre, la sonrisa (primero la de él, después la de ella)
El acuerdo, la tijera, el collar (que ella corta)
El rechinar del cajón (que ella cierra), el olvido.
(Él todavía se alegra al tocar su cuello y notar la ausencia)

martes, 20 de febrero de 2007

Exploten

Desde el otro lado, siento contra mi frente el frío tembloroso del revolver que termina en tu mano. ¿Serás vos que me guiñás un ojo?¿Seré yo que me río a carcajadas por tanta parafernalia, tanta revolución maltratada en vano? O será la insensatez coloreada con crayón y pastel, la pintura al óleo de tu cara en el ventilador, con la boca cerrada y los ojos de un negro hueco.
Te observo desde mi cajita de fósforos con cenizas y palitos quemados que, presumo, algún día en la historia de las masacres, brillaron y ardieron para encender los fuegos artificiales. De chispitas rojas y verdes.
En ese momento vos supiste tanto como yo que el sinsentido nos pertenecía, y lo arropamos y mecimos con canciones para soñar pesadillas (monstruos de barro, de jugo de naranja y galletita, o sencillos verdugos de hacha desafilada)
No te culpo... al fin y al cabo, vos preferiste una casita al borde del lago y yo un banco de plaza en esta ciudad tan linda y luminosa
Y mi risa... ¿qué esperabas?

lunes, 19 de febrero de 2007

Para ponernos de acuerdo

Un karma muy característico de quienes escriben. Amigos escritores más grandes, y obviamente mejor y más publicados, ya me lo habían contado en algún momento, o en varios: la tía abuela que te dice "ah, pero esa de la novela que se llama Anabela es la tía Rosita".
Error fundamental, pensar que es un diario íntimo. El punto principal es sencillo pero pareciera ser que no tan fácil de aprehender: un texto es un texto, y suficiente. Hay algo denominado psicologismo y es, verdaderamente, una molestia para todos. La obra se analiza en sí, por lo que es, y como última instancia por lo que provoca y significa en quienes la reciben. Esto es simple. En otra palabras, muchas veces se ha dicho que no todos leemos lo mismo en un mismo libro.
Claro, siempre está la intención del autor, lo que nos quiso decir o transmitir. ¿Qué tanto de eso llega?¿Qué tanto de la intención del autor, de un escritor, por ejemplo, del siglo XIX, podemos percibir leyendolo ya en el siglo XXI?. Para ser más vulgar, posiblemente haya párrafos enteros escritos sólo para rellenar, completar, y sin embargo, en esos párrafos, podemos llegar nosotros como lectores, a encontrar significados importantisimos en nuestra vida, conmovedores, arollantes y sentenciar "¡esto es lo que me pasa a mí justo ahora!". Tengalo por seguro, ese escritor no los conocía.
La historia de vuelve cada vez más simple. Ezequiel, me dirán, pero vos escribiste que el personaje estaba parado en Callao y Corrientes y vos vivís a cinco cuadras de ahí. Gente, si no es con materiales de la vida, ¿con qué se crea?¿acaso una ficción sólo puede ser en condición de la llamada ciencia ficción?¿si no escribo sobre marte o sobre la matrix estoy diciendo la verdad?. "¡Pero el personaje era morocho!", como tanta otra gente en el mundo, o como sólo él, el personaje.
Y aquí esta la peor confusión. Pienso ser más concreto: si en una composición musical sin letra, un acorde resulta ser el mismo que el de la bocina del tren que va desde Constitución a Carmen de Patagones ¿la canción significa el tren?¿es el tren?. ¿Un cuadro de Mondrian significa que su vida era terriblemente cuadrada (o romboidal)?¿los chorros de pintura de Pollock significan que tenía problemas para acabar?.
Exactamente, no es lo mismo en la literatura, porque se trabaja con palabras. Pero no confundan, por un lado comunican (significan como comunicación) y por otro crean un cuento, una novela, una obra (significan como arte). Y en un texto no es lo principal la comunicación cotidiana. Creo que lo pueden entender; Quevedo, evidentemente, no hablaba en verso, ni Sabato andaba por la vida convocando a los dioses de la lujuria.
Las palabras y los hechos son materiales, y como todos los materiales que entran en una obra se transforman para ser parte de la totalidad de la obra, que será una totalidad distinta a la particularidad de cada uno de los elementos sumados... rojo y amarillo es naranja, señores, no es rojo y amarillo.
Un texto es un texto, queridos, y como tal, obra de arte, hay que percibirlo, criticarlo y elogiarlo. Y si bien no termina en sí mismo, decididamente no termina en mí, termina en ustedes y lo que ustedes reciban.
Pero a mí dejenme afuera y no me metan.
Mis intelectuales amigos, espero, me sabrán perdonar los errores teóricos en pos del buen entendimiento general.

sábado, 17 de febrero de 2007

La puntita (o Sexopático: cuarto movimiento)

Soy sincero, un escalofrío me recorre cuando decido contarles. La tarea me exige volver a aquella habitación de hielo. Inevitable: siento el frío que sube desde el piso hacia mí, con sólo recordar me estremezco. Ya no tanto por temor, pero lo mismo tiemblo.
Ustedes imaginen, vislumbren, sean capaces de zambullirse en este mar -¿helado?- de palabras para recorrer aquella ceremonia. Todo estaba premeditado, fríamente calculado, era una repetición ritual - y permitanme la redundancia-.
Desde el momento en que atravesé la puerta lo presentí, un halito que me sacudió desde la nuca. La vi realizar metódicamente cada uno de los actos, desde correr el pestillo de la puerta hasta acomodar las sábanas de la cama; en algún momento, que para mi desgracia duró poco, supe que no iba a salir favorecido.
Releo y algo me inquieta: una duda. Por más que me esfuerce no soy capaz de reconocer si aquello que percibí como repetición fue una corazonada, un Deja Vu con su explicación científica correspondiente, la consecuencia de las dotes de vidente que nunca supe que tenía... o, y esto es lo que en verdad me aterra, yo realmente ya lo había vivido y la había visto llevar a cabo su ritual. ¿Puede ser que no lo recuerde?¿puede ser que aquella situación no haya sido una sino varias, millones?¿Es posible, en este universo maldito, que yo no pueda diferenciar una cogida de otra y que todas, en mi memoria, sean una sola?.
Nada improbable después haber impactado contra el bloque de hielo. Demasiados detalles cobrarían sentido. Se explicaría mejor aquella sensación monótona que era como las gotas constantes cayendo de una canilla, como la lluviecita gris del televisor en un canal sin señal, como las aspas del ventilador girando toda la noche, como un grillo cantando en la noche o como una ruta desierta -¿y helada?- de noche, con sus faroles encendidos pasando uno detrás de otro, como el ruido del motor de un colectivo viajando por la ruta -¿congelada?-... de noche, como un acorde de guitarra repetido hasta el hartazgo...
Pero esperen. Entiendan, sepan comprenderme: son necesarias las aburridas metáforas para explicar lo inefable. No me juzguen y entiendan la desesperación, la impotencia de sentirse cogiendo en una posición de misionero inmutable e indiscutible. Recostado boca arriba durante horas interminables en las que se oye el tic de cada uno de los segundos que pasan en el reloj.
Y entonces uno pierde noción de la hora, de los días, de los recuerdos, del tiempo y pretende ser un heroe. El heroe de la sexopatía, erigirse como el magnánimo defensor de un ideal... pero nunca se considera la posibilidad de terminar siendo un mártir.
Poseído por la furia mítica pudo más la osadía y no comprendí los riesgos que me acechaban al decirle, con voz profunda y aguerrida, levantando mi torso del colchón a fuerza de abdominales e intentando empujarla de lado: "¿probamos por atrás?".
Entonces, sus ojos fulguraron, su piel se tensó y su sexo, cerrandose brutalmente, destiló una gelatina fría, helada. Sentí cómo mi pene se congelaba y mis testículos se retraían hasta esconderse detrás de mi cuerpo. Perdí la movilidad en las piernas y los pies, y el frío recorrió mi torso hasta dejar mi boca congelada en un intento de grito.
Debería haberlo sospechado con cada indicio, con su mano acomodando el velador, con su parsimonia distante para vestirse de piyama. Pero no vi aquella puntita de iceberg asomando en aquel mar helado, en esa habitación donde no se podía dormir sin frasada. No lo vi, como ustedes lo ven ahora, y acabé dentro de un tempano de hielo.

miércoles, 14 de febrero de 2007

Oliverio

Tenía ganas de escribir, pero no tengo inspiración alguna y abriendo "Espantapajaros" me encontré con esto que me pareció exactamente lo que me habría gustado escribir hoy. Disfruten "Espantapajaro 13"


Hay días en que yo no soy más que una patada, únicamente una patada. ¿Pasa una motocicleta?¡Gol!... en la ventana de un quinto piso. ¿Se detiene una calva?... Allá va por el aire hasta ensartarse en algún pararrayos. ¿Un automóvil frena al llegar a una esquina? Instalado de una sola patada en alguna buhardilla.
¡Al traste con los frascos de las farmacias, con los artefactos de luz eléctrica, con los números de las puertas de calle!
Cuando comienzo a dar patadas, es inútil que quiera contenerme. Necesito derrumbar las cornisas, los mingitorios, los tranvías. Necesito entrar - ¡a patadas!- en los escaparates y sacar - ¡a patadas!- todos los maniquíes a la calle. No logro tranquilizarme, estar contento, hasta que no destruyo las obras de salubridad, los edificios públicos. Nada me satisface tanto como hacer estallar, de una patada, los gasómetros y los arcos voltaicos. Preferiría morir antes que renunciar a que los faroles describan una trayectoria de cohete y caigan, patas arriba, entre los brazos de los árboles.
A patadas con el cuerpo de bomberos, con las flores artificiales, con el bicarbonato. A patadas con los depósitos de agua, con las mujeres preñadas, con los tubos de ensayo.
Familias disueltas de una sola patada; cooperativas de consumo, fábricas de calzado; gente que no ha podido asegurarse, que ni siquiera tuvo tiempo de cambiarle el agua a las aceitunas... a los pececillos de color...

Oliverio Girondo

lunes, 12 de febrero de 2007

La molestia

Se pegan justito en el codo o cualquier otro rincón imprudente pretendiendo una inmovilidad voraz de predador al acecho, liebre con colmillos o dictador del siglo veintiuno. Algunos dicen notarlos demasiado tarde, en la oscuridad frágil antes de las seis de la mañana, cuando ya no hay nada que hacerle y por la piel circula un dolorcito similar a una patada en la nariz. El sobresalto al verlos no es menos que una experiencia repugnante y humeda.
A veces se es afortunado, se esta bien abrigado o con suficientes glóbulos blancos y la molestia no será mayor a un dedo en la oreja, una picadura de mosquito - levemente de abeja domesticada-. Otras, doy fe, puede llegar a ser un dedo en el recto.
Pero eso sí -¡qué nadie se atreva a ser ingenuo! -, son inevitables... Porque, sobre todo, nunca viajan solos. A mitad de camino entre piara y bandada, llegan juntos y pegajosos para tirarle a uno de la oreja aunque no sea cumpleaños y, de paso, como por casualidad, patearle el castillito de arena.
Yo, que soy violento sólo por decisión, les he pedido diplomáticamente que eviten tirarme del pelo que ya se caerá solo... o que intenten, de ser posible y por favor, no jugar con el dedo gordo de mi pie. Pero me resigné a aceptar que las personas, muchas veces, pueden ser una patada en la ingle.

miércoles, 31 de enero de 2007

No one I think is in my tree

Esta misma mañana decidió que iba a matar a su novia para luego tomar un colectivo a la costa. Salió de su casa. Desayunó un café con leche en la confitería de la esquina, subió de nuevo a su departamento y agarró el bolso. Después paseó un buen rato por la ciudad, llegó hasta la plaza de mayo, bajó hasta puerto madero y volvió. Lo mismo de siempre, nada había cambiado a partir de su decisión. Fue hasta San Telmo, se sentó en la plaza y pidió una cerveza y un tostado para almorzar. Dos horas después de haber terminado la botella de tres cuartos miró el reloj. Todavía era temprano, tenía tiempo de ir a ver una pelicula. Subió al colectivo en Paseo Colón, se bajó cerca del cementerio de Recoleta, caminó hasta el cine, sacó una entrada y se sentó en la butaca. Fila once, pegado al pasillo. Cuando las luces volvieron a encenderse se incorporó, sacudió los pochoclos de su pantalón, tomó su bolso de la butaca vecina y salió. Todavía quedaba algún rayito de sol. Se detuvo en una esquina, corrió el cierre y controló que todo estuviera en orden. Siguió caminando sin mirar a los costados hasta que estuvo delante del timbre. Tocó. Ella habrió la puerta, él la saludo.
- Hola, cachorrita
- ¿Cachorrita? nunca me decís cachorrita
- Hoy sí

Hablando (o Sexopático: Intermezzo)

-Vos la tendrías que haber visto, Ezequiel, -me dijo- o más que visto, escuchado. Uno de esos momentos en los que te sentís afortunado, che. Yo qué iba a pensar que la cosa era así. Porque viste, una noche más, una punta... jugaste una ficha, digamos, a ver qué salía. Y de repente te encontrás con una sorpresita atrás de otra y no cualquier sorpresa, vos me entendés.
-La verdad que no - le contesté - por ahora no tengo ni la más mínima idea de qué querés decir.
-Eso, ves, precisamente eso, qué se quiere decir. Las palabras, Acuña, las palabras, no siempre quieren decir, a veces simplemente motivan, te golpean... o sí te quieren decir, pero distinto. ¿Me entendés? A ver si soy más claro: cuando ella me dijo que nos fueramos a coger, yo por coger entendía eso a lo que estaba acostumbrado. No te quiero decir que estaba acostumbrado a coger, vos sabés que... bueno, en fin, lo que digo, y fijate vos que hay que andar explicando a veces, lo que digo es que yo por coger me imaginaba cierta cosa. Lo normal, vos sabrás.
-Eh, sí, lo normal, digamos
-Claro, lo normal... pero no, coger para ella era un dialecto distinto, una expresión distinta a la que yo me imaginaba. ¿Me seguís, Acuña?- me preguntó inquieto
-Creo que me volví a perder, pero vos dale.
-Pero si es muy sencillo, precisamente, ella se expresaba. Incluso podría decir que se expresaba más, mejor. Fácil, te pregunto ¿Qué tanto esperás que te hablen cuando vas a tener sexo?
- ehm... no mucho
-Precisamente, yo tampoco... en cambio ella ¡Me hablaba!, ¿entendés?, me hablaba sin parar.
- Empezá por el principio - le pedí
- El principio es estupido, el principio es el mismo de siempre. Un par de besos por acá, otros por allá, sacás una remera, te sacan un pantalón... ahí todo va muy lento, muy callado. El punto es cuando el ritmo se te acelera, ¿qué hacés vos? no sacás un pantalón sino que lo arrancás, te bailan las manos, como mucho te salen un par de resoplidos. Ella, hablaba -me dijo levantando las manos y las cejas - yo te podría decir que me daba indicaciones, pero vas a entender mal lo que te digo, no era precisamente eso. Me provocaba, me movía con las palabras, me lamía el cuerpo hablandome, me tocaba con lo que decía. Y no pienses que estoy diciendo que me tocaba el corazón, ni que tocó en lo profundo de mi ser... me tocaba, así clarito como te lo digo, yo sentía que ella hablaba y me estaba masturbando al mismo tiempo.
- Tal vez porque efectivamente te estaba tocando - le dije ya un poco cansado
- Vos no entendés, nunca me calenté tanto, jamás tuve una erección tan fuerte. Me volví una bestia, no pensaba, la escuchaba como si fuese una sirenita, pero de pelicula de Disney tenía muy poco - soltó al mismo tiempo que se sonreía
- Ah, vos me estás diciendo que te hablaba como en una porno
- Casi, pero no, porque era la forma, le cambió la voz, me hablaba suavecito, casi seseando y terminaba todas las frases con algún vocativo tierno... eso no pasa en una porno y vos lo sabés, me excitaba hablando, Ezequiel, me excitaba hablando, eso es. Pero no cualquiera lo hace, a vos seguro que no te pasó.
-No sé, la verdad es que no recuerdo
-¿Qué tanto te habrán dicho? como mucho escuchaste un "mmm", como mucho preguntaste casi con vergüenza "¿te gusta?" y te respondieron que sí.
- Eso puede ser
-Bueno, entonces no entendés lo que es que te exciten con palabras, ya te dije, era un dialecto propio. Un sexolecto, querido, ella tenía todo un sexolecto que desplegó a penas se calentó y con el que describía toda la situación desde lo que le gustaba hasta lo que quería. Y no sólo eso, sino que la inventaba, Ezequiel, hablaba la pantomima de lo que iba a ser y estaba siendo en ese momento tener sexo con ella. Me atrapaba entre las piernas con palabras, me gritaba el beso en la boca, me dialogaba los gemidos, me describía el orgasmo que quería que le diera, me sentenciaba a cogerla, me juraba el placer al oído, me bautizaba su pareja, su acosador, su violador, su victima, su esclavo, me condenaba a acabarle entre las piernas, me declaraba culpable de hacerla tener un orgasmo maravilloso. Era una escritora... una poeta del sexo - me dijo con una especie de mueca sublime - Pero no le hago justicia. Además, en definitiva, no vas a entender, porque no son palabras que se entienden, son palabras que hacen. El punto no es qué dijo, es qué hizo. Y eso fue cogerme hablando.

lunes, 29 de enero de 2007

Proyecto: Afrodita porteña

Hoy, el principio de un cuento que tengo la ambición de terminar (o escribir) en algún momento. Espero los comentarios.
---Mariana amenazó con el cuchillo sobre su muñeca. Lloraba. Yo simulaba estar tranquilo; hablaba bastante, lento. Era un desafío en el que yo tenía por perder tanto como ella. Se lo dije:- Acá perdemos los dos, nena; no gana ninguno o ganamos ambos. Eso es lo que ella no aceptaba, gritaba pastosamente que era la única forma.
---Me acerqué despacio, un paso cada muchas palabras. Llegué a tocarle la cabeza, mi mano en su nuca, mis dedos hundiéndose en su pelo como una caricia. Me conservé estático; ella temblaba.
---Con la palma de la mano se corrió las lágrimas hacia las mejillas, el cuchillo estaba a un costado. Ahora en mi mano, ahora en el piso, o en la mesa. Mariana cayó entre mis brazos y mi hombro le opuso resistencia a su cabeza. Sentí la humedad en mi remera, cómo lloraba cada vez más en silencio. Me permití, ahora, llorar.
---Sentado en el piso de la habitación, contra la pared, metí una mano en el bolsillo del pantalón y tomé un cigarrillo. Ella dormía contra mi pecho y la luz que entraba por la ventana alumbraba más que el velador que había quedado encendido. Mientras le acariciaba el pelo mecánicamente sentí que las lágrimas lloradas durante todo ese tiempo nos habían humedecido el corazón hasta convertirlo en una pasta informe. La realidad se nos había desdibujado y vuelto manchones de grafito en una vereda. Cuando había fumado la mitad del cigarrillo lo apagué en el piso, tenía hambre y necesitaba dormir, aunque no tuviera sueño. Me moví lentamente hasta dejarla tendida en el suelo y la alcé para llevarla a la cama. Durante esos instantes no pude escapar a la idea de que estábamos huyendo de algo que había sido concreto en algún momento y ahora se tornaba indescifrable y confuso. Verla recostada sobre las sábanas, frágil, derrotada en su batalla contra ella misma era tan distinto a lo que yo creía recordar, cuando se me hacía impenetrable y misteriosa.
---No, no había dejado de serlo, quizá sólo era responsabilidad de la luz de la mañana, la claridad suave; en todo caso la noche era distinta, había sido distinta. Y yo sabía que éramos incoherentes con lo que habíamos sido. Yo o ella, alguno de los dos, los dos al mismo tiempo. Tal vez yo veía mis recuerdos desde mi idealización, o creía recordarla con una consistencia que no era más que mi imaginación de aquel entonces, cuando el palo no había golpeado mi nuca, cuando aún brillaba la quinta estrella y, en fin, todo esto era lo de siempre. Con un movimiento de cabeza me negué creerlo y me senté en el borde de la cama.
---Mariana se acomodó de costado, mostrándome la parte de atrás de la gastada remera que usaba para dormir. Le acaricié el brazo. Era real: sentí la piel erizándose con el roce de mi mano, la carne caliente. Acostada parecía más humana que la primera vez que la vi, caminando entre la gente. Me levanté para ir hacia la cocina y me recordé saliendo de la facultad. Un dato circunstancial, en mi memoria no había más que eso y verla caminar en sentido contrario a mí. Aún hoy no sé de qué clase venía, cómo era mi estado emocional o económico, político o metafísico. Todo se resume a ella, que parecía andar por otro lugar, una ciudad diferente a la que yo conocía. O un año distinto, el futuro o el pasado.
---Ya en la cocina separé una silla y me senté, sentí nuevamente aquel vacío que me rodeó esa vez. Como si la hubiera estado esperando y al mismo tiempo me sorprendiera y me atemorizara esa mujer que avanzaba entre la gente.
---La vuelvo a ver caminando hacia mí por esa calle que olvidé. Se mueve suave y, mientras tanto, introduce, con una tranquilidad que me inquieta, su mano derecha por el escote de la remera: se acomoda el corpiño.
---Ni siquiera ahora me parece ordinario. Mariana tenía la capacidad de existir más allá del resto del planeta y que el paisaje se acomodara a ella. Así fue como pasó por al lado mío, con la mano debajo de la remera; sin importarle, tal vez ni siquiera percibir, que la estaba mirando, yo o cualquier otro.

domingo, 28 de enero de 2007

Corrientes

La mirada del vaguito ese no le gustó. Había bronca, envidia. Poco costaba entender que él estaba sentado justo donde a aquel le gustaría estar: del lado de adentro, frente a la taza de café con leche. El tipo le devolvió la bronca y como por casualidad tomó la taza, la llevó hasta la boca dando un largo sorbo, sin mirar al pibe. En ese momento entraba la señorita, dos pasos y se detuvo con cara de incertidumbre. Cuando lo vio, de espaldas a la puerta, junto a la ventana, recompuso la sonrisa y se llevó instintivamente la mano a la oreja derecha. Apretando el arete caminó hasta la mesa. El mozo acodado en la barra la vio pasar, desde los zapatos hasta la cara, con una considerable pausa en el culo. Nada muy bueno, habrá pensado antes de mirar al gallego que contaba la plata detrás de la barra, como hacía cada media hora religiosamente. El gallego devolvió la mirada al mozo y le dijo:- ¿Qué?. Vió la mesa nueve (whiskey y un café con leche, pensó) y a la señorita dejando su campera en el respaldo de la silla, arqueó las cejas, miró de nuevo al mozo y volvió a las cuentas. Carlitos, un vendedor ambulante que parecía ser un poco tonto, lo interrumpió. Le dejaba unas lapiceras a cambio de ofrecer otras en las mesas. El gallego las tomó y con la mano le indicó que hiciera como de costumbre. Carlitos se arrimó a la pareja y dejó dos lapiceras rojas y una azul justo cuando el tipo le decía a la señorita:- Y vos te crees la misma mina adulta de siempre. - Adulta no, querido, responsable, le contestó. -Explicame vos la diferencia, a ver, ya que sos tan inteligente. -No empecemos, vinimos a tomar un café. -Pedite un café y ocupate en tomarlo, entonces. Ella se llevó la mano a la oreja derecha y le sonrió a Carlitos con un seco "No, gracias". El tipo abrió el diario y volvió a tomar café. El mozo, que se ocupaba en las tetas de la señorita, escuchó la escena, lo miró al gallego que seguía en sus cuentas y volvió a mirar la mesa. La señorita ahora perdía la vista en la calle que se agitaba bajo el sol humedo. Por la vereda pasó un pibito con la cara sucia y la miró de una forma que ella no tardó en considerar realmente desagradable.

sábado, 27 de enero de 2007

Need a dirty girl? (o Sexopático: tercer movimiento)

Cuarenta y tres minutos después de haber pasado la puerta ya estaba un par de pasos más cerca del cielo. Recostado, con la vista perdida en el espejo del techo que me mostraba mi cuerpo desnudo sobre las sabanas y una mujer que lejos estaba del cansancio.
Yo, que me creía un hombre incapaz de rechazar un polvo, no tenía fuerzas para llegar hasta el atado de cigarrillos. Yo, que proclamaba mi gran resistencia como un heroico hombre defensor del sexo, había sido vencido en cuarenta y tres minutos; aplastado y cogido. Y, así como habían abusado de mí, había quedado: fascinado, mirando hacia arriba, donde antes estaban sus tetas.
Debo admitir que me costaba pensar, ya no en sexo, sino en cualquier cosa. Me revolvía por hilvanar un pensamiento detrás de otro, conceptualizar la situación, o cualquiera de esas cosas que uno puede hacer en un telo a las cuatro de la mañana después de haber tenido sexo con una mujer que es capaz de sorprender al gran Marqués de Sade.
Evidentemente, aún no estaba satisfecha. No reparó en mi posición casi cristica, crucificado en el colchón, con los brazos abiertos y la mirada perdida, y se avalanzó sobre mi pecho con nuevos besos, me provocó con nuevas caricias, me humedeció hasta en las partes más impensadas.
Me tomó la cabeza y la apretó contra sus tetas, reclamando un mordiscón. Con su mano apretó la mía y la forzó a hundirse en su entrepierna.
Se separó un instante, se sentó en mis rodillas y me miró con los ojos encendidos y la boca semi abierta, mordiendose el labio de abajo: la calma antes de la batalla. Se avalanzó sobre mi cuello y comenzó a masturbarse contra mí. Subió sus caderas hasta mi cuello y me obligó a lamer las profundidades de su pubis de mujer en llamas.
Y, contra todo pronóstico, se hizo domingo, el cielo se aclaró y el corazón volvió a latir para darle vida a ese, mi cuerpo inmovil.

lunes, 22 de enero de 2007

Excrucior II

Me toco los dedos transpirados, los llevo a los ojos. Arden, están abiertos hace horas. Las manos siguen sudando; pastosas y pegajosas se mantienen en movimiento, cortan el aire. El humo del cigarrillo que dejo sobre el cenicero, que llevo a mi boca, que dejo en el cenicero, ese humo, invade la habitación, mis pulmones y me quema los ojos.
Falta poco para el juicio. Han dado el último tironcito al hilo y el nudo comienza a aflojarse. En el interior de la caja, envuelta en papel de regalo, esperan pequeños monstruos rojos, hechos de palabras y voces de gente.
Caen dos gotas por mi espalda y otra por el costado derecho de mi torso. Se me hace imposible dejar de mordisquear mis uñas y, sin embargo, sigo recostado, inmóvil. Como todo lo inevitable, se hace esperar. Y esperar es inmovilidad, es contemplación. Miro el horizonte esperando el dulce resplandor y los estallidos.
La legión de pequeños pecados escarlata se agita en su celda de cartón. El conocimiento de que son destino les otorga la euforia. Mis oídos sufren el rasgueo continuo de las incontrolables garras y hasta mi nariz llega el olor a carne tostada, el nauseabundo aroma de sangre que habrá de correr, que se habrá de llorar por ojos hartos de las lágrimas saladas, lastimados de injurias. Me mantengo impávido, neutral en el debate sobre mi bien y mi mal. Aquellos demonios me señalan ya, con sus manos hechas de palabras, formadas por vociferaciones. Son creación de habladurías y verdades, de pronunciamientos sobre mí, rumores y chismes, secretos que todos conocieron y volcaron como sangre sobre la tierra húmeda de llanto. Fueron creados por otros, fueron hablados por todos menos por mi boca, pero la culpa a mí me señala y castiga con una daga de impaciencia que se clava entre mis costillas y, llegando hasta mis pulmones, me tortura con una cosquilla despiadada y cruel.
Ya veo asomar la primer encarnizada mano de fuego de aquella caja de Pandora que contiene mis males; sólo míos. Contra mi propia expectativa estoy calmo, cerca de la parálisis, pero inmutable, ataráxico.
Es sólo cuestión de tiempo para que la soga delgada que aún los sujeta se corte, para que vuelen a mi alrededor y el fuego de sus colas incendie la alfombra sobre la que espero, las cortinas que me oscurecen, mis ropas lloradas y sudadas. No tengo más que encender el siguiente cigarrillo y contemplar mi propio Apocalipsis, mi juicio sin purgatorio, mi condena, mis pecados señalándome. Y la lujuria será mi peor testigo.

Ezequiel

domingo, 21 de enero de 2007

Con el pie derecho, con el pie izquierdo

A ver, abre la puerta, sale a la calle. ¿La vemos?. Toma hacia la izquierda, frena en la esquina y mira el farol. Después los cables. Se queda paradita viendo una zapatilla colgar y recuerda la leyenda. Se pregunta: ¿será verdad que indica la pobre casita de un dealer?.El tacho de basura de la esquina se parece irremediablemente a un policía de chaleco naranja. Sí, se dio cuenta desde el principio. Se dio cuenta desde esa noche de ebriedad, cigarillo en mano, en la que se negó a terminar con un libro a la luz del velador de la mesita de luz. Sí, un policía en una esquina tiene la mágica ambigüedad de ser un hijo de puta y a la vez un pobre tipo paseando con las manos en el chaleco antibalas bajo el rayo del sol.
Sí, hijo de puta y esclavo; no sólo se dan el lujo de darle miedo sino que, además, con giro rotundo acometen contra su sentimentalismo de clase y le dan lástima.El cordón de la vereda es un desafío: cruzarlo o no. Línea divisoria. La respuesta sería tanto más sencilla si una limousine parara delante, con la puerta y la perilla al alcance de su mano. Es más, si el chofer, rubio, carismático... no, morocho, carismático, saliera y diera la vuelta para abrirle la puerta. Los lujos son un sueño turbio, casi incestuoso.
El cordón: se cruza. Se cruza, sí. Pero la limousine no está y el cordón sigue siendo un cordón, una frontera entre la inmovilidad del semáforo y el apuro de los autos. Y los autos vienen pero el cordón ya está atrás, ya es una partícula de segundos transitados a la luz del farol apagado y del rayo de sol del policía dejado. El abismo de la senda peatonal abre una nueva pregunta bifurcada: ya no se trata de cruzar el cordón hacia la calle sino de cruzar el cordón hacia la vereda. Ya no se trata de traspasar la línea de fuego del miedo sino de traspasar la línea de fuego de la estabilidad tibia.La duda. Se perece en medio de la calle o se llega al otro lado.
La filosofía se muere cuando la suela de la zapatilla se eleva para pisar nuevamente una vereda. Y ahora le gustaría correr. Hasta la otra esquina, para volver a enfrentar la cavilación. Los árboles, vereda y más vereda.

Entonces es cuando el suelo se desprende, cada una de las baldozas se levanta, vuelan. Sí, vuelan y una va pisando medio en el aire. La calle se abre, se separa, caen piedritas hacia un negro profundo, un abismillo de ciudad. El cielo se oscurece. Ya no lastima el rayito de sol. La lluvia vuela hacia el suelo y mis hombros. Y ella, en lugar de encogerse y juntar los suyos al cuello, ella, en lugar de correr, se detiene y eleva los brazos, las palmas de las manos recibiendo agüita.
Ya el enigma de las zapatillas no importa. Ya los faroles, los cables, todo se ahoga en el agua que resbala por la cara de ojos cerrados y manos abiertas. Cada gota llena el cuerpo de más y más ganas de volver atrás, de reanudar la duda, de sentir quemar el asfalto bajo los pies. Pero los pies ya no existen bajo el peso de las zapatillas empapadas que no dejan dar un paso más sin sentir el esfuerzo. ¿Y si la lluvia parara? Su optimismo de clase media venida a menos no puede menos que preguntárselo, qué se le va a hacer. Y la lluvia para. Antes de preguntarse si fue obra de su pensamiento o qué, entiende que ya puede hacer tanto como quiera. La cartera golpea la espalda mientras corre, mientras las ansias de la esquina por venir se materializan en baldosas flojas y más árboles y más tachos que pasan por el rabillo del ojo a la velocidad de las nubes despejando un pedacito de cielo detrás de otro.


El otro, o sea, él, está caminando por una vereda, exactamente igual. O no, pero qué tan diferentes son las veredas de Buenos Aires. Qué tanta diferencia entre la de Medrano y la de Diaz Velez. Casi iguales para ellos. Suelas que queman, suelas que se humedecen, frío en la punta de los dedos. Y el punto es que él va hacia la esquina, como todo aquel que camina por una vereda. Duda existencial: quién pudiera caminar por una vereda porteña sin tener como meta una esquina. Quién pudiera no cruzarse con aquella niña medio loca al frenar respetando la normal civil del muñequito rojo en posición militar que indica no cruzar, quién pudiera verla venir y no chocar.
El cataclismo.

Y será el cataclismo, porque la niña choca. Choca e insulta, choca y grita, choca y grita e insulta. Pero él sabe que es una bendición, que el muñequito verde se ríe con el rojo y ambos espían desde el semáforo hecho para respetar. Y él se ríe también, ¿por qué no? Hay cosas inevitables y una de ellas es reirse cuado alguien tropieza y choca. No importa el pie pisado, no importa el dolor del taco aguja. Cómo sucumbir a esas banalidades cuando una mujer deja de ser mujer para ser apuro e insulto. La improbabilidad de la norma rota induce a una invitación de café que se rechaza durante dos cuadras a pura retórica. Pero si es un café, no una cena en un sushi bar. La innegable verdad del argumento basta y el Tortoni está tan cerca...
Después del café que casi se enfría - porque eso pasa cuando un café no es tomado y, principalmente, cuando un café no es tomado porque la boca se esfuerza en sonidos y risas-, después, la cosa se vuelve cada vez más sencilla: así como se choca una vez se choca varias. Se colapsa contra la pared de un local cualquiera, se revienta contra una puerta a medio abrir y siempre - o casi siempre - alguno termina aplastado -sometido podríamos decir- contra las sábanas: un choque irresistible. Tantas veces, tan seguido, que el cataclismo comienza a declinar y ser costumbre, la regla limita el juego. Acometerse en una cama, liquidarse contra el piso, envolverse en la alfombra, explotarse en una habitación con lucecitas violetas y rojas. Tan simple como un abrir y cerrar de ojos, valga lo pauperrimo de la metáfora.
La norma, entonces, ya no es la de la calle abierta sino la de la habitáción cerrada que, aceptesenos, es mucho peor. Porque el crimen perfecto nunca se comete en Florida y Lavalle sino en una habitación cerrada. Así de simple: una puerta trancada desde adentro, una botella de vino abierta, una cama sin tender y un cuerpo en el dulce enriedo de las sábanas. En este punto es imposible saber quién es la víctima y quién el victimario. Al fin y al cabo todo se reduce a saber que el que escapa con la remera desarreglada y el pelo revuelto siempre va a ser el mismo y que el que queda desnudo en un éxtasis de sueño siempre va a ser el mismo también. Y yo lo sé, yo resolví el enigma: yo soy siempre el que se despierta con el ruido de los autos, el que recuerda desde el la esquina hasta la luz roja violada y el que sabe que alguien, allá afuera, corre con la remera desarreglada y el pelo revuelto.
Y que quede claro, vamos a hablar en un género neutral, nada de andar haciendo misoginias o feminismos absurdos. Porque al final la cuestión hay que aceptarla como viene, en bandejita de plástico; jamás, nunca de plata. Menos aún de oro. Una pobretona bandejita de plástico servida fría (podríamos decir que casi como la venganza). Y hasta qué punto puedo negarlo. De tantas cosas se habrá vengado. Palabras, sobre todo palabras. Siempre lo complican todo. Si la expresión fuera sólo corporal. Pero no: ambos hablamos demasiado, sin saber que lo simple anda callado.
Se choca porque se quiere y se choca sin quererlo. Fricción que le dicen. El gran problema, el karma existencial: a veces esas dos almitas, pobres desdichadas, quedan pegadas; a veces... rebotan. Y uno de los dos sale despedido, por la ventana o la puerta. Evidentemente con la remera desarreglada, un tanto arrugada, y el pelo enfáticamente despeinado. El policía de la otra esquina lo ve pasar y sólo se le ocurre pensar que esta juventud está perdida. La señora de edad avanzada -por no decirle vieja de mierda, como efectivamente le dice- declara con insistencia que la remera se usa con la costura hacia adentro.
O qué importa cuando uno es un fugitivo de ventana abierta, qué importa si uno se envuelve en la sabana con olor a sexo, aroma de aire caliente; si el ambiente se torna frío y no hay cuerpo que abrace a quien se congela, no hay cuerpo que aguante. En mañanas como esas uno no desea más que dejar de ser esto y ser aquello, dejar de ser el que duerme para ser el que corre y esquiva señoras de edad avanzada... Qué no daría uno por ser el que escapa. Qué no daría uno por correr a ese mismo paso veloz hacia su propia cama, tal vez a abrazar aquel peluchito insípido, tal vez a esconderse entre su propia música y no aquella ajena radio de hotel.
Pero para los dos -ambos, ellos- el problema, siempre, absolutamente siempre, es el mismo: el cordoncito, maldito cordoncito de cemento, que habrán de cruzar. La calle, los autos, la otra vereda que pretende la novedad y la propagandea revolucionariamente, el pasito que se cambia, el saltito.Caer con el pie derecho o caer con el pie izquierdo. Esa es la cuestión.


Ezequiel M. Acuña y Bianca Lanza

viernes, 19 de enero de 2007

Los besos que nos perturban (o Sexopático: segundo movimiento)

Y todo se da porque la lengua acomete el roce del cuello. Esa es la primer prueba. Puede haber besos entre las bocas: más convencionales, más calentones, menos formales, menos provocadores; pero cuando los límites se borran de un leve soplido de aire caliente... ¡Qué dios te libre, hermano!.
Ahí estás perdido, o comenzás a estar perdido, porque después viene el lengüetazo a la oreja, la humedad que te empapa y el zumbido no es externo, es de tu cuerpo que empieza a arder y se te escapa un gemidito de esos medio tímidos: lo dudás, mas cuando su lengua insiste te abandonás complacido al candoroso placer del morbo.
Repentinamente se separa, te mira, te desesperás. "¡Volvé!" querés gritar. Y se hunde en tu pecho: es un descanso, te prepara para lo peor, para el golpe bajo. Porque después, y el después a veces importa, la pendiente lleva al agua hacia lo profundo, y la humedad te recorre hacia el centro -mántrico, místico o tántrico, lo mismo da, es el centro-.
Y un segundo antes, un instante, un milímetro, un pelito -literalmente, un pelito- se frena.
¡Para qué!
De un arrebato le desgarrás la boca con besos, le masticás la lengua. Rompés botones, cierres. Despedazás tiritas, broches de corpiños et ceteras.

La locura sexopática, tan hermosa, morbosa y candorosa; todo por una lengua y unos besos bien calculados.

Ezequiel

viernes, 5 de enero de 2007

Excrucior

Hay ciertos momentos, como hay ciertas cosas o ciertos tipos o ciertos albores conmovedores. Hay un degradé insoslayable frente al vacío de la luz de tu mirada. Es como la cabeza del dictador atribulada por la señal de la venganza, el castigo, la tortura o cualquier otro tipo de intento de poder estúpido.
Estamos en lo hondo, ya lo he dicho. Estamos desesperados por encontrar una respuesta a una magnitud enorme de sin sentidos espantosos. Estamos perdidos en una nebulosa.
Esperamos que nos abracen, que nos den eso que se llama afecto, o eso que se llama redención.
Debo confesarme, Padre, he pecado.
He pensado en asesinar a más de la mitad de la gente, a toda la gente, salvarlos. Padre, entiendame, esto es una cuestión más allá de la vida y la muerte, es una cuestión del alma. Hay que salvarla de la estupidez.
Los beatles dicen algo que me gusta, no lo voy a repetir, pero lo voy a explicar. Abrir los ojos es peligrosos, por eso habría que cerrarselos a todos, vaciarlos de cada gota de sangre, hasta que la última sea la nuestra, la mía, la de estas letras.

Un sacrificio por la humanidad. Hay que dar el ejemplo. Empiezo por mí, me corto las venas con la inocencia, la indiferencia. Me corto las venas y les regalo, te regalo y me regalo cada gota de sangre, cada pedacito de piel que haya arrancado hasta mutilarme el pecho.
Les doy, los bendigo, con mi sangre corrupta, pecaminosa y profanada.

Sobre la tierra desparramada como una mancha del oxido de la tierra.

Ezequiel