jueves, 19 de julio de 2007

Exangüe

Día sábado. Con mi saco sobre el brazo atravesé la puerta. Al principio, en la calle, no vi nada. Nada. Parecía estar tranquila, sin contar algún que otro murmullo, la ciudad desolada. Mientras, con paso seguro, acortaba la distancia entre la esquina y mi cuerpo y los árboles, como infinitas repeticiones, pasaban uno detrás de otro por mi lado, pensaba que aquella noche marcaría la diferencia. Cuando comenzara a amanecer y el sol traspusiera la cortina azul de la habitación volviendo azules las paredes y el techo, yo entornaría los ojos, miraría la mujer que duerme, esa compañía casual, y me sonreiría frente al destino. Porque en ese momento, esa noche, que por otro lado era eterna, yo debía encontrar compañera, una que entre gemidos y arañazos me galopara frenéticamente mientras dejaba que los labios entornados se humedecieran con el transitar de su lengua vertiginosa. Sin embargo, todavía nadie amenazaba la noche con su presencia. Sí había, en cambio, una amenaza constante que se escondía entre las ramas de los árboles y hacía temer su aparición súbita. La calle se alargaba en esa soledad penumbrosa. No quise mirar el reloj, supuse que llevaba más de dos horas aguzando la vista a causa de cierta neblina poco indulgente que se empecinaba en desdibujar los bordes de las figuras lejanas. Figuras, por otro lado, que nunca eran personas. Casas, árboles, postes de luz, tachos de basura, cabinas de teléfonos, paradas de colectivos, canastos de basura, bolsas de basura, autos, containeres, carteles de prohibido estacionar, semáforos, kioscos de revistas, estaciones de subte. Nada. Pero aún así, sin embargo, yo continuaba caminando sin dejar de imaginar que en la siguiente esquina vería aparecer un vestido rojo que danzaría alocadamente siguiendo los caprichos de un viento que no había. Dentro de ese vestido, una mujer vendría abrazándose a sí misma para provocarse más calor, sin notar que se abrazaba, deslizando las manos hacia abajo y hacia arriba constantemente sobre sus antebrazos de manera instintiva. La mujer me hablaría, me preguntaría la hora, pero yo desistiría en mi intento por mirar el reloj, la hora no importa, porque en un abrir y cerrar de ojos sería mi brazo sobre sus hombros y mi mano frotando uno de sus antebrazo mientras mi cuerpo calentaba el otro. De allí a mi departamento y a los besos indecentes sólo habría un inexistente viaje en taxi, una puerta que traspasaríamos sin necesidad de la llave, llevados por nuestras manos impacientes escarbando debajo de la ropa. Y finalmente, la mañana. Sin embargo, hasta ahora, no había nada. Nada. Al principio estaba mi casa, la puerta, los primeros pasos, y las agujas del reloj que aún daban las doce. Ahora, como si llevara caminando más de cuatro horas, mis piernas se aflojaban en reclamo de un asiento y mis manos sufrían el frío sudoroso. Un orgasmo que me detuviera con la espalda levemente suspendida en el aire, los ojos levemente cerrados, la boca suspirando levemente, las manos levemente cerradas sobre los pechos de una mujer, se volvía imposible. Y mi cuerpo, fracasado, me devolvía a la puerta de la casa. La abrí y la cerré detrás de mí. Parecía nunca haber partido. Volví a abrir la puerta, miré hacia un lado y hacia el otro. En la calle no había nada. Nada.

viernes, 13 de julio de 2007

Nadar

Epidérmicamente insistente, se había colocado como una mota de polvo sobre cada uno de los paseantes. Después, decidió distinguir las distancias, marcar el reflejo y permitir el sobrevuelo. Al fin, con cierta incertidumbre, se montó en la rama y luego en la gota de lluvia. Una burbuja húmeda la envolvió y la depositó en el suelo sucio de la ciudad. Se sintió a gusto, creyó ser parte. Repentinamente, una suela de zapato la arrancó de sus subjetivismos, aplastó sus esperanzas, la remontó, la machacó, la elevó, la apelmazó, la sacudió y la hizo rodar allá, a lo lejos, a la alcantarilla. En la caída libre suspiró dos veces, hasta que nuevamente una humedad reconfortante la invadió y la arrastró calle abajo. En la oscuridad y la clandestinidad de la ciudad se regocijó como un asaltante en la noche cerrada. Sí, dudó si no era cruel. Pero poco tuvo que esperar para descubrir que simplemente era miedo, miedo al circular, a fluir y chocar con las aguas del río. Un río plateado y arenoso y metálico y opaco.

martes, 3 de julio de 2007

Nuestra revolución

Camino. Veo surgir el espíritu de la tierra, de cada baldosa de Buenos Aires escapa el aura de las desilusiones. Un árbol se seca delante de mis ojos, en unos pocos segundos es leña inservible; las paredes claman piedad. Piedra por piedra tiembla la ciudad, y yo camino. El hombre que camina en esa polis desierta tiene mirada única, ríe de seguridad, se desliza y parece comprender su entorno. Cemento, cal y ladrillo. El humo se despierta, corre jugando a las escondidas, ya se posa una nube oscura detrás de aquel edificio, ya sobre la plaza y los monumentos de los próceres.
Y entonces, sólo entonces, me detengo, elevo las manos, miro mis pies. El cielo explota en aullidos de terror, una luz verdosa ataca la calle, el suelo se abre delante del hombre que mira sus pies, los árboles enloquecen y despedazan sus ramas contra los cables. El viento persigue a los pocos mortales que insultan a la naturaleza y, contra el mandato divino, pisan la calle.
No hay sangre en las puertas, no es la muerte la que acontece, ni la venganza, ni la desidia. Se prepara el mundo para el amor eterno, el mayor miedo del hombre se personifica. El odio se hace odio contra el amor. Infieles y herejes los que no me entienden, apócrifos los que proclaman otra religión que nuestra revolución.
Y ahora levanto los ojos, el gran pueblo con puerto se paraliza, se calma el viento. No hay rincón alguno, ni cajón que no se encuentre relleno de su luz. Ella baja.