miércoles, 31 de enero de 2007

No one I think is in my tree

Esta misma mañana decidió que iba a matar a su novia para luego tomar un colectivo a la costa. Salió de su casa. Desayunó un café con leche en la confitería de la esquina, subió de nuevo a su departamento y agarró el bolso. Después paseó un buen rato por la ciudad, llegó hasta la plaza de mayo, bajó hasta puerto madero y volvió. Lo mismo de siempre, nada había cambiado a partir de su decisión. Fue hasta San Telmo, se sentó en la plaza y pidió una cerveza y un tostado para almorzar. Dos horas después de haber terminado la botella de tres cuartos miró el reloj. Todavía era temprano, tenía tiempo de ir a ver una pelicula. Subió al colectivo en Paseo Colón, se bajó cerca del cementerio de Recoleta, caminó hasta el cine, sacó una entrada y se sentó en la butaca. Fila once, pegado al pasillo. Cuando las luces volvieron a encenderse se incorporó, sacudió los pochoclos de su pantalón, tomó su bolso de la butaca vecina y salió. Todavía quedaba algún rayito de sol. Se detuvo en una esquina, corrió el cierre y controló que todo estuviera en orden. Siguió caminando sin mirar a los costados hasta que estuvo delante del timbre. Tocó. Ella habrió la puerta, él la saludo.
- Hola, cachorrita
- ¿Cachorrita? nunca me decís cachorrita
- Hoy sí

Hablando (o Sexopático: Intermezzo)

-Vos la tendrías que haber visto, Ezequiel, -me dijo- o más que visto, escuchado. Uno de esos momentos en los que te sentís afortunado, che. Yo qué iba a pensar que la cosa era así. Porque viste, una noche más, una punta... jugaste una ficha, digamos, a ver qué salía. Y de repente te encontrás con una sorpresita atrás de otra y no cualquier sorpresa, vos me entendés.
-La verdad que no - le contesté - por ahora no tengo ni la más mínima idea de qué querés decir.
-Eso, ves, precisamente eso, qué se quiere decir. Las palabras, Acuña, las palabras, no siempre quieren decir, a veces simplemente motivan, te golpean... o sí te quieren decir, pero distinto. ¿Me entendés? A ver si soy más claro: cuando ella me dijo que nos fueramos a coger, yo por coger entendía eso a lo que estaba acostumbrado. No te quiero decir que estaba acostumbrado a coger, vos sabés que... bueno, en fin, lo que digo, y fijate vos que hay que andar explicando a veces, lo que digo es que yo por coger me imaginaba cierta cosa. Lo normal, vos sabrás.
-Eh, sí, lo normal, digamos
-Claro, lo normal... pero no, coger para ella era un dialecto distinto, una expresión distinta a la que yo me imaginaba. ¿Me seguís, Acuña?- me preguntó inquieto
-Creo que me volví a perder, pero vos dale.
-Pero si es muy sencillo, precisamente, ella se expresaba. Incluso podría decir que se expresaba más, mejor. Fácil, te pregunto ¿Qué tanto esperás que te hablen cuando vas a tener sexo?
- ehm... no mucho
-Precisamente, yo tampoco... en cambio ella ¡Me hablaba!, ¿entendés?, me hablaba sin parar.
- Empezá por el principio - le pedí
- El principio es estupido, el principio es el mismo de siempre. Un par de besos por acá, otros por allá, sacás una remera, te sacan un pantalón... ahí todo va muy lento, muy callado. El punto es cuando el ritmo se te acelera, ¿qué hacés vos? no sacás un pantalón sino que lo arrancás, te bailan las manos, como mucho te salen un par de resoplidos. Ella, hablaba -me dijo levantando las manos y las cejas - yo te podría decir que me daba indicaciones, pero vas a entender mal lo que te digo, no era precisamente eso. Me provocaba, me movía con las palabras, me lamía el cuerpo hablandome, me tocaba con lo que decía. Y no pienses que estoy diciendo que me tocaba el corazón, ni que tocó en lo profundo de mi ser... me tocaba, así clarito como te lo digo, yo sentía que ella hablaba y me estaba masturbando al mismo tiempo.
- Tal vez porque efectivamente te estaba tocando - le dije ya un poco cansado
- Vos no entendés, nunca me calenté tanto, jamás tuve una erección tan fuerte. Me volví una bestia, no pensaba, la escuchaba como si fuese una sirenita, pero de pelicula de Disney tenía muy poco - soltó al mismo tiempo que se sonreía
- Ah, vos me estás diciendo que te hablaba como en una porno
- Casi, pero no, porque era la forma, le cambió la voz, me hablaba suavecito, casi seseando y terminaba todas las frases con algún vocativo tierno... eso no pasa en una porno y vos lo sabés, me excitaba hablando, Ezequiel, me excitaba hablando, eso es. Pero no cualquiera lo hace, a vos seguro que no te pasó.
-No sé, la verdad es que no recuerdo
-¿Qué tanto te habrán dicho? como mucho escuchaste un "mmm", como mucho preguntaste casi con vergüenza "¿te gusta?" y te respondieron que sí.
- Eso puede ser
-Bueno, entonces no entendés lo que es que te exciten con palabras, ya te dije, era un dialecto propio. Un sexolecto, querido, ella tenía todo un sexolecto que desplegó a penas se calentó y con el que describía toda la situación desde lo que le gustaba hasta lo que quería. Y no sólo eso, sino que la inventaba, Ezequiel, hablaba la pantomima de lo que iba a ser y estaba siendo en ese momento tener sexo con ella. Me atrapaba entre las piernas con palabras, me gritaba el beso en la boca, me dialogaba los gemidos, me describía el orgasmo que quería que le diera, me sentenciaba a cogerla, me juraba el placer al oído, me bautizaba su pareja, su acosador, su violador, su victima, su esclavo, me condenaba a acabarle entre las piernas, me declaraba culpable de hacerla tener un orgasmo maravilloso. Era una escritora... una poeta del sexo - me dijo con una especie de mueca sublime - Pero no le hago justicia. Además, en definitiva, no vas a entender, porque no son palabras que se entienden, son palabras que hacen. El punto no es qué dijo, es qué hizo. Y eso fue cogerme hablando.

lunes, 29 de enero de 2007

Proyecto: Afrodita porteña

Hoy, el principio de un cuento que tengo la ambición de terminar (o escribir) en algún momento. Espero los comentarios.
---Mariana amenazó con el cuchillo sobre su muñeca. Lloraba. Yo simulaba estar tranquilo; hablaba bastante, lento. Era un desafío en el que yo tenía por perder tanto como ella. Se lo dije:- Acá perdemos los dos, nena; no gana ninguno o ganamos ambos. Eso es lo que ella no aceptaba, gritaba pastosamente que era la única forma.
---Me acerqué despacio, un paso cada muchas palabras. Llegué a tocarle la cabeza, mi mano en su nuca, mis dedos hundiéndose en su pelo como una caricia. Me conservé estático; ella temblaba.
---Con la palma de la mano se corrió las lágrimas hacia las mejillas, el cuchillo estaba a un costado. Ahora en mi mano, ahora en el piso, o en la mesa. Mariana cayó entre mis brazos y mi hombro le opuso resistencia a su cabeza. Sentí la humedad en mi remera, cómo lloraba cada vez más en silencio. Me permití, ahora, llorar.
---Sentado en el piso de la habitación, contra la pared, metí una mano en el bolsillo del pantalón y tomé un cigarrillo. Ella dormía contra mi pecho y la luz que entraba por la ventana alumbraba más que el velador que había quedado encendido. Mientras le acariciaba el pelo mecánicamente sentí que las lágrimas lloradas durante todo ese tiempo nos habían humedecido el corazón hasta convertirlo en una pasta informe. La realidad se nos había desdibujado y vuelto manchones de grafito en una vereda. Cuando había fumado la mitad del cigarrillo lo apagué en el piso, tenía hambre y necesitaba dormir, aunque no tuviera sueño. Me moví lentamente hasta dejarla tendida en el suelo y la alcé para llevarla a la cama. Durante esos instantes no pude escapar a la idea de que estábamos huyendo de algo que había sido concreto en algún momento y ahora se tornaba indescifrable y confuso. Verla recostada sobre las sábanas, frágil, derrotada en su batalla contra ella misma era tan distinto a lo que yo creía recordar, cuando se me hacía impenetrable y misteriosa.
---No, no había dejado de serlo, quizá sólo era responsabilidad de la luz de la mañana, la claridad suave; en todo caso la noche era distinta, había sido distinta. Y yo sabía que éramos incoherentes con lo que habíamos sido. Yo o ella, alguno de los dos, los dos al mismo tiempo. Tal vez yo veía mis recuerdos desde mi idealización, o creía recordarla con una consistencia que no era más que mi imaginación de aquel entonces, cuando el palo no había golpeado mi nuca, cuando aún brillaba la quinta estrella y, en fin, todo esto era lo de siempre. Con un movimiento de cabeza me negué creerlo y me senté en el borde de la cama.
---Mariana se acomodó de costado, mostrándome la parte de atrás de la gastada remera que usaba para dormir. Le acaricié el brazo. Era real: sentí la piel erizándose con el roce de mi mano, la carne caliente. Acostada parecía más humana que la primera vez que la vi, caminando entre la gente. Me levanté para ir hacia la cocina y me recordé saliendo de la facultad. Un dato circunstancial, en mi memoria no había más que eso y verla caminar en sentido contrario a mí. Aún hoy no sé de qué clase venía, cómo era mi estado emocional o económico, político o metafísico. Todo se resume a ella, que parecía andar por otro lugar, una ciudad diferente a la que yo conocía. O un año distinto, el futuro o el pasado.
---Ya en la cocina separé una silla y me senté, sentí nuevamente aquel vacío que me rodeó esa vez. Como si la hubiera estado esperando y al mismo tiempo me sorprendiera y me atemorizara esa mujer que avanzaba entre la gente.
---La vuelvo a ver caminando hacia mí por esa calle que olvidé. Se mueve suave y, mientras tanto, introduce, con una tranquilidad que me inquieta, su mano derecha por el escote de la remera: se acomoda el corpiño.
---Ni siquiera ahora me parece ordinario. Mariana tenía la capacidad de existir más allá del resto del planeta y que el paisaje se acomodara a ella. Así fue como pasó por al lado mío, con la mano debajo de la remera; sin importarle, tal vez ni siquiera percibir, que la estaba mirando, yo o cualquier otro.

domingo, 28 de enero de 2007

Corrientes

La mirada del vaguito ese no le gustó. Había bronca, envidia. Poco costaba entender que él estaba sentado justo donde a aquel le gustaría estar: del lado de adentro, frente a la taza de café con leche. El tipo le devolvió la bronca y como por casualidad tomó la taza, la llevó hasta la boca dando un largo sorbo, sin mirar al pibe. En ese momento entraba la señorita, dos pasos y se detuvo con cara de incertidumbre. Cuando lo vio, de espaldas a la puerta, junto a la ventana, recompuso la sonrisa y se llevó instintivamente la mano a la oreja derecha. Apretando el arete caminó hasta la mesa. El mozo acodado en la barra la vio pasar, desde los zapatos hasta la cara, con una considerable pausa en el culo. Nada muy bueno, habrá pensado antes de mirar al gallego que contaba la plata detrás de la barra, como hacía cada media hora religiosamente. El gallego devolvió la mirada al mozo y le dijo:- ¿Qué?. Vió la mesa nueve (whiskey y un café con leche, pensó) y a la señorita dejando su campera en el respaldo de la silla, arqueó las cejas, miró de nuevo al mozo y volvió a las cuentas. Carlitos, un vendedor ambulante que parecía ser un poco tonto, lo interrumpió. Le dejaba unas lapiceras a cambio de ofrecer otras en las mesas. El gallego las tomó y con la mano le indicó que hiciera como de costumbre. Carlitos se arrimó a la pareja y dejó dos lapiceras rojas y una azul justo cuando el tipo le decía a la señorita:- Y vos te crees la misma mina adulta de siempre. - Adulta no, querido, responsable, le contestó. -Explicame vos la diferencia, a ver, ya que sos tan inteligente. -No empecemos, vinimos a tomar un café. -Pedite un café y ocupate en tomarlo, entonces. Ella se llevó la mano a la oreja derecha y le sonrió a Carlitos con un seco "No, gracias". El tipo abrió el diario y volvió a tomar café. El mozo, que se ocupaba en las tetas de la señorita, escuchó la escena, lo miró al gallego que seguía en sus cuentas y volvió a mirar la mesa. La señorita ahora perdía la vista en la calle que se agitaba bajo el sol humedo. Por la vereda pasó un pibito con la cara sucia y la miró de una forma que ella no tardó en considerar realmente desagradable.

sábado, 27 de enero de 2007

Need a dirty girl? (o Sexopático: tercer movimiento)

Cuarenta y tres minutos después de haber pasado la puerta ya estaba un par de pasos más cerca del cielo. Recostado, con la vista perdida en el espejo del techo que me mostraba mi cuerpo desnudo sobre las sabanas y una mujer que lejos estaba del cansancio.
Yo, que me creía un hombre incapaz de rechazar un polvo, no tenía fuerzas para llegar hasta el atado de cigarrillos. Yo, que proclamaba mi gran resistencia como un heroico hombre defensor del sexo, había sido vencido en cuarenta y tres minutos; aplastado y cogido. Y, así como habían abusado de mí, había quedado: fascinado, mirando hacia arriba, donde antes estaban sus tetas.
Debo admitir que me costaba pensar, ya no en sexo, sino en cualquier cosa. Me revolvía por hilvanar un pensamiento detrás de otro, conceptualizar la situación, o cualquiera de esas cosas que uno puede hacer en un telo a las cuatro de la mañana después de haber tenido sexo con una mujer que es capaz de sorprender al gran Marqués de Sade.
Evidentemente, aún no estaba satisfecha. No reparó en mi posición casi cristica, crucificado en el colchón, con los brazos abiertos y la mirada perdida, y se avalanzó sobre mi pecho con nuevos besos, me provocó con nuevas caricias, me humedeció hasta en las partes más impensadas.
Me tomó la cabeza y la apretó contra sus tetas, reclamando un mordiscón. Con su mano apretó la mía y la forzó a hundirse en su entrepierna.
Se separó un instante, se sentó en mis rodillas y me miró con los ojos encendidos y la boca semi abierta, mordiendose el labio de abajo: la calma antes de la batalla. Se avalanzó sobre mi cuello y comenzó a masturbarse contra mí. Subió sus caderas hasta mi cuello y me obligó a lamer las profundidades de su pubis de mujer en llamas.
Y, contra todo pronóstico, se hizo domingo, el cielo se aclaró y el corazón volvió a latir para darle vida a ese, mi cuerpo inmovil.

lunes, 22 de enero de 2007

Excrucior II

Me toco los dedos transpirados, los llevo a los ojos. Arden, están abiertos hace horas. Las manos siguen sudando; pastosas y pegajosas se mantienen en movimiento, cortan el aire. El humo del cigarrillo que dejo sobre el cenicero, que llevo a mi boca, que dejo en el cenicero, ese humo, invade la habitación, mis pulmones y me quema los ojos.
Falta poco para el juicio. Han dado el último tironcito al hilo y el nudo comienza a aflojarse. En el interior de la caja, envuelta en papel de regalo, esperan pequeños monstruos rojos, hechos de palabras y voces de gente.
Caen dos gotas por mi espalda y otra por el costado derecho de mi torso. Se me hace imposible dejar de mordisquear mis uñas y, sin embargo, sigo recostado, inmóvil. Como todo lo inevitable, se hace esperar. Y esperar es inmovilidad, es contemplación. Miro el horizonte esperando el dulce resplandor y los estallidos.
La legión de pequeños pecados escarlata se agita en su celda de cartón. El conocimiento de que son destino les otorga la euforia. Mis oídos sufren el rasgueo continuo de las incontrolables garras y hasta mi nariz llega el olor a carne tostada, el nauseabundo aroma de sangre que habrá de correr, que se habrá de llorar por ojos hartos de las lágrimas saladas, lastimados de injurias. Me mantengo impávido, neutral en el debate sobre mi bien y mi mal. Aquellos demonios me señalan ya, con sus manos hechas de palabras, formadas por vociferaciones. Son creación de habladurías y verdades, de pronunciamientos sobre mí, rumores y chismes, secretos que todos conocieron y volcaron como sangre sobre la tierra húmeda de llanto. Fueron creados por otros, fueron hablados por todos menos por mi boca, pero la culpa a mí me señala y castiga con una daga de impaciencia que se clava entre mis costillas y, llegando hasta mis pulmones, me tortura con una cosquilla despiadada y cruel.
Ya veo asomar la primer encarnizada mano de fuego de aquella caja de Pandora que contiene mis males; sólo míos. Contra mi propia expectativa estoy calmo, cerca de la parálisis, pero inmutable, ataráxico.
Es sólo cuestión de tiempo para que la soga delgada que aún los sujeta se corte, para que vuelen a mi alrededor y el fuego de sus colas incendie la alfombra sobre la que espero, las cortinas que me oscurecen, mis ropas lloradas y sudadas. No tengo más que encender el siguiente cigarrillo y contemplar mi propio Apocalipsis, mi juicio sin purgatorio, mi condena, mis pecados señalándome. Y la lujuria será mi peor testigo.

Ezequiel

domingo, 21 de enero de 2007

Con el pie derecho, con el pie izquierdo

A ver, abre la puerta, sale a la calle. ¿La vemos?. Toma hacia la izquierda, frena en la esquina y mira el farol. Después los cables. Se queda paradita viendo una zapatilla colgar y recuerda la leyenda. Se pregunta: ¿será verdad que indica la pobre casita de un dealer?.El tacho de basura de la esquina se parece irremediablemente a un policía de chaleco naranja. Sí, se dio cuenta desde el principio. Se dio cuenta desde esa noche de ebriedad, cigarillo en mano, en la que se negó a terminar con un libro a la luz del velador de la mesita de luz. Sí, un policía en una esquina tiene la mágica ambigüedad de ser un hijo de puta y a la vez un pobre tipo paseando con las manos en el chaleco antibalas bajo el rayo del sol.
Sí, hijo de puta y esclavo; no sólo se dan el lujo de darle miedo sino que, además, con giro rotundo acometen contra su sentimentalismo de clase y le dan lástima.El cordón de la vereda es un desafío: cruzarlo o no. Línea divisoria. La respuesta sería tanto más sencilla si una limousine parara delante, con la puerta y la perilla al alcance de su mano. Es más, si el chofer, rubio, carismático... no, morocho, carismático, saliera y diera la vuelta para abrirle la puerta. Los lujos son un sueño turbio, casi incestuoso.
El cordón: se cruza. Se cruza, sí. Pero la limousine no está y el cordón sigue siendo un cordón, una frontera entre la inmovilidad del semáforo y el apuro de los autos. Y los autos vienen pero el cordón ya está atrás, ya es una partícula de segundos transitados a la luz del farol apagado y del rayo de sol del policía dejado. El abismo de la senda peatonal abre una nueva pregunta bifurcada: ya no se trata de cruzar el cordón hacia la calle sino de cruzar el cordón hacia la vereda. Ya no se trata de traspasar la línea de fuego del miedo sino de traspasar la línea de fuego de la estabilidad tibia.La duda. Se perece en medio de la calle o se llega al otro lado.
La filosofía se muere cuando la suela de la zapatilla se eleva para pisar nuevamente una vereda. Y ahora le gustaría correr. Hasta la otra esquina, para volver a enfrentar la cavilación. Los árboles, vereda y más vereda.

Entonces es cuando el suelo se desprende, cada una de las baldozas se levanta, vuelan. Sí, vuelan y una va pisando medio en el aire. La calle se abre, se separa, caen piedritas hacia un negro profundo, un abismillo de ciudad. El cielo se oscurece. Ya no lastima el rayito de sol. La lluvia vuela hacia el suelo y mis hombros. Y ella, en lugar de encogerse y juntar los suyos al cuello, ella, en lugar de correr, se detiene y eleva los brazos, las palmas de las manos recibiendo agüita.
Ya el enigma de las zapatillas no importa. Ya los faroles, los cables, todo se ahoga en el agua que resbala por la cara de ojos cerrados y manos abiertas. Cada gota llena el cuerpo de más y más ganas de volver atrás, de reanudar la duda, de sentir quemar el asfalto bajo los pies. Pero los pies ya no existen bajo el peso de las zapatillas empapadas que no dejan dar un paso más sin sentir el esfuerzo. ¿Y si la lluvia parara? Su optimismo de clase media venida a menos no puede menos que preguntárselo, qué se le va a hacer. Y la lluvia para. Antes de preguntarse si fue obra de su pensamiento o qué, entiende que ya puede hacer tanto como quiera. La cartera golpea la espalda mientras corre, mientras las ansias de la esquina por venir se materializan en baldosas flojas y más árboles y más tachos que pasan por el rabillo del ojo a la velocidad de las nubes despejando un pedacito de cielo detrás de otro.


El otro, o sea, él, está caminando por una vereda, exactamente igual. O no, pero qué tan diferentes son las veredas de Buenos Aires. Qué tanta diferencia entre la de Medrano y la de Diaz Velez. Casi iguales para ellos. Suelas que queman, suelas que se humedecen, frío en la punta de los dedos. Y el punto es que él va hacia la esquina, como todo aquel que camina por una vereda. Duda existencial: quién pudiera caminar por una vereda porteña sin tener como meta una esquina. Quién pudiera no cruzarse con aquella niña medio loca al frenar respetando la normal civil del muñequito rojo en posición militar que indica no cruzar, quién pudiera verla venir y no chocar.
El cataclismo.

Y será el cataclismo, porque la niña choca. Choca e insulta, choca y grita, choca y grita e insulta. Pero él sabe que es una bendición, que el muñequito verde se ríe con el rojo y ambos espían desde el semáforo hecho para respetar. Y él se ríe también, ¿por qué no? Hay cosas inevitables y una de ellas es reirse cuado alguien tropieza y choca. No importa el pie pisado, no importa el dolor del taco aguja. Cómo sucumbir a esas banalidades cuando una mujer deja de ser mujer para ser apuro e insulto. La improbabilidad de la norma rota induce a una invitación de café que se rechaza durante dos cuadras a pura retórica. Pero si es un café, no una cena en un sushi bar. La innegable verdad del argumento basta y el Tortoni está tan cerca...
Después del café que casi se enfría - porque eso pasa cuando un café no es tomado y, principalmente, cuando un café no es tomado porque la boca se esfuerza en sonidos y risas-, después, la cosa se vuelve cada vez más sencilla: así como se choca una vez se choca varias. Se colapsa contra la pared de un local cualquiera, se revienta contra una puerta a medio abrir y siempre - o casi siempre - alguno termina aplastado -sometido podríamos decir- contra las sábanas: un choque irresistible. Tantas veces, tan seguido, que el cataclismo comienza a declinar y ser costumbre, la regla limita el juego. Acometerse en una cama, liquidarse contra el piso, envolverse en la alfombra, explotarse en una habitación con lucecitas violetas y rojas. Tan simple como un abrir y cerrar de ojos, valga lo pauperrimo de la metáfora.
La norma, entonces, ya no es la de la calle abierta sino la de la habitáción cerrada que, aceptesenos, es mucho peor. Porque el crimen perfecto nunca se comete en Florida y Lavalle sino en una habitación cerrada. Así de simple: una puerta trancada desde adentro, una botella de vino abierta, una cama sin tender y un cuerpo en el dulce enriedo de las sábanas. En este punto es imposible saber quién es la víctima y quién el victimario. Al fin y al cabo todo se reduce a saber que el que escapa con la remera desarreglada y el pelo revuelto siempre va a ser el mismo y que el que queda desnudo en un éxtasis de sueño siempre va a ser el mismo también. Y yo lo sé, yo resolví el enigma: yo soy siempre el que se despierta con el ruido de los autos, el que recuerda desde el la esquina hasta la luz roja violada y el que sabe que alguien, allá afuera, corre con la remera desarreglada y el pelo revuelto.
Y que quede claro, vamos a hablar en un género neutral, nada de andar haciendo misoginias o feminismos absurdos. Porque al final la cuestión hay que aceptarla como viene, en bandejita de plástico; jamás, nunca de plata. Menos aún de oro. Una pobretona bandejita de plástico servida fría (podríamos decir que casi como la venganza). Y hasta qué punto puedo negarlo. De tantas cosas se habrá vengado. Palabras, sobre todo palabras. Siempre lo complican todo. Si la expresión fuera sólo corporal. Pero no: ambos hablamos demasiado, sin saber que lo simple anda callado.
Se choca porque se quiere y se choca sin quererlo. Fricción que le dicen. El gran problema, el karma existencial: a veces esas dos almitas, pobres desdichadas, quedan pegadas; a veces... rebotan. Y uno de los dos sale despedido, por la ventana o la puerta. Evidentemente con la remera desarreglada, un tanto arrugada, y el pelo enfáticamente despeinado. El policía de la otra esquina lo ve pasar y sólo se le ocurre pensar que esta juventud está perdida. La señora de edad avanzada -por no decirle vieja de mierda, como efectivamente le dice- declara con insistencia que la remera se usa con la costura hacia adentro.
O qué importa cuando uno es un fugitivo de ventana abierta, qué importa si uno se envuelve en la sabana con olor a sexo, aroma de aire caliente; si el ambiente se torna frío y no hay cuerpo que abrace a quien se congela, no hay cuerpo que aguante. En mañanas como esas uno no desea más que dejar de ser esto y ser aquello, dejar de ser el que duerme para ser el que corre y esquiva señoras de edad avanzada... Qué no daría uno por ser el que escapa. Qué no daría uno por correr a ese mismo paso veloz hacia su propia cama, tal vez a abrazar aquel peluchito insípido, tal vez a esconderse entre su propia música y no aquella ajena radio de hotel.
Pero para los dos -ambos, ellos- el problema, siempre, absolutamente siempre, es el mismo: el cordoncito, maldito cordoncito de cemento, que habrán de cruzar. La calle, los autos, la otra vereda que pretende la novedad y la propagandea revolucionariamente, el pasito que se cambia, el saltito.Caer con el pie derecho o caer con el pie izquierdo. Esa es la cuestión.


Ezequiel M. Acuña y Bianca Lanza

viernes, 19 de enero de 2007

Los besos que nos perturban (o Sexopático: segundo movimiento)

Y todo se da porque la lengua acomete el roce del cuello. Esa es la primer prueba. Puede haber besos entre las bocas: más convencionales, más calentones, menos formales, menos provocadores; pero cuando los límites se borran de un leve soplido de aire caliente... ¡Qué dios te libre, hermano!.
Ahí estás perdido, o comenzás a estar perdido, porque después viene el lengüetazo a la oreja, la humedad que te empapa y el zumbido no es externo, es de tu cuerpo que empieza a arder y se te escapa un gemidito de esos medio tímidos: lo dudás, mas cuando su lengua insiste te abandonás complacido al candoroso placer del morbo.
Repentinamente se separa, te mira, te desesperás. "¡Volvé!" querés gritar. Y se hunde en tu pecho: es un descanso, te prepara para lo peor, para el golpe bajo. Porque después, y el después a veces importa, la pendiente lleva al agua hacia lo profundo, y la humedad te recorre hacia el centro -mántrico, místico o tántrico, lo mismo da, es el centro-.
Y un segundo antes, un instante, un milímetro, un pelito -literalmente, un pelito- se frena.
¡Para qué!
De un arrebato le desgarrás la boca con besos, le masticás la lengua. Rompés botones, cierres. Despedazás tiritas, broches de corpiños et ceteras.

La locura sexopática, tan hermosa, morbosa y candorosa; todo por una lengua y unos besos bien calculados.

Ezequiel

viernes, 5 de enero de 2007

Excrucior

Hay ciertos momentos, como hay ciertas cosas o ciertos tipos o ciertos albores conmovedores. Hay un degradé insoslayable frente al vacío de la luz de tu mirada. Es como la cabeza del dictador atribulada por la señal de la venganza, el castigo, la tortura o cualquier otro tipo de intento de poder estúpido.
Estamos en lo hondo, ya lo he dicho. Estamos desesperados por encontrar una respuesta a una magnitud enorme de sin sentidos espantosos. Estamos perdidos en una nebulosa.
Esperamos que nos abracen, que nos den eso que se llama afecto, o eso que se llama redención.
Debo confesarme, Padre, he pecado.
He pensado en asesinar a más de la mitad de la gente, a toda la gente, salvarlos. Padre, entiendame, esto es una cuestión más allá de la vida y la muerte, es una cuestión del alma. Hay que salvarla de la estupidez.
Los beatles dicen algo que me gusta, no lo voy a repetir, pero lo voy a explicar. Abrir los ojos es peligrosos, por eso habría que cerrarselos a todos, vaciarlos de cada gota de sangre, hasta que la última sea la nuestra, la mía, la de estas letras.

Un sacrificio por la humanidad. Hay que dar el ejemplo. Empiezo por mí, me corto las venas con la inocencia, la indiferencia. Me corto las venas y les regalo, te regalo y me regalo cada gota de sangre, cada pedacito de piel que haya arrancado hasta mutilarme el pecho.
Les doy, los bendigo, con mi sangre corrupta, pecaminosa y profanada.

Sobre la tierra desparramada como una mancha del oxido de la tierra.

Ezequiel