miércoles, 28 de febrero de 2007

El ojo del oculista

De pie se ensalsa un corte. Hermoso y reduntante. Brillaba y yo creía que era un cuadrito de tela. Pero se volvía insospechable cuando la doblaba. Me salvaba de vez en cuando, por cortesía. Yo le propinaba golpes en el espinazo. La verdad es que las lágrimas se escondían en el ascensor, camino al tercer piso. Pero de calambres mejor ni hablemos. Están hipotéticamente reducidos a ser el escombro de un desamor de verano.
Mucha fragilidad se esconde en esas rendijas del pasado que se quieren tapar con yeso y almidón, con ropa del placard en desuso, o el cajón vacío, o la heladera vacía, o la impronta de queso en el único rincón de la habitación. Una especie de simio maltratado que muestra los colmillos frente a la banana.
Y entonces todo es un recuerdo del destello, todo es una proclama contra la desidia del afortunado Caronte. Porque, para ser sinceros, en última instancia, frente a todo óculo impaciente, delante de los argumentos, en primera lugar -y en último también-, para empezar el juego, sólo la información de la condena y el desagravio presionan el botón expulsor.
Mi asiento, cual cohete norteamericano, sale fuera de la atmósfera.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿?

Me gusta el comienzo hasta "la heladera vacía".
Me parece que después hay alguna comparaciones que, tal vez, quedan medio descolgadas.

No sé...tal vez sea sólo mi impresión que intenta buscarle una lógica, un hilo conductor a todo lo que lee...

Y sigo esperando la segunda parte de aquel primer capítulo de una futura novela que tanto te elogiaron.