Para la Maga, por las carreteras perdidas
Ella leía en voz baja mientras jugaba con los cordones de las zapatillas. Como en un movimiento casi sicótico, golpeteaba las puntas que caían nuevamente en sus manos. Y sin cambiar su ritmo, violentamente se volcó sobre el libro y desapareció. No estoy diciendo que se haya escapado corriendo, ni que se acercaba de forma normal al libro.
La imagen más cercana es una especie de succión, o de intromisión repentina, depende de qué lado se lo mire. Claramente, aún no sé si aquello fue por acción del libro o por acción de ella, y posiblemente nunca lo sepa. Pero de cualquier forma, eso no implica que lo que presencié sea mentira, digo, no descubrir la máquina detrás de aquel resultado no refuta nada, por si se les ocurría intentar tratarme de embustero.
La cuestión es que yo no invento, de hecho, como notarán, soy un mal escritor que no puede escaparle a ciertos clichés al momento de narrarles. Lo más acertado para definirme sería lo que me dijo el doctor Masselli. Mientras tomábamos unas cervezas, el abogado me miró a los ojos durante un par de segundos y antes de romper el silencio miró hacia la barra.
-Hay personas que creen y personas que no, Acuña - dijo Masselli-, yo un día defiendo las leyes como sagradas y al siguiente las discuto como si allí residiera la razón de mi vida o mi destino.
Se le derramaba la espuma del vaso luego de haberlo llenado casi con violencia, y, no sin cierta torpeza, intentaba evitar que llegara a la mesa usando una servilleta de papel. Pena, limpia y llana pena. Eso era lo que me unía con Masselli, una cerveza, un bar y servilletas de papel con las que limpiarse la grasa de los manís e intentar rescatar la espuma de su caída cruel. Y si ese día logré entender por qué yo estaba con ese tipo que no me simpatizaba en absoluto y que, es más, me producía nauseas ni bien se sentaba en la silla de en frente, si yo entendí eso en aquel bar, lo que me dijo no lo entendería hasta hace unos días. Las cosas se creen o no, y las personas se dividen entre las que creen y las que no. Masselli y yo creíamos, tanto como para creer fervorosamente en ideales opuestos, días distintos, o incluso el mismo día.
No hay más que eso, los que creen llegarán hasta acá o tal vez ni siquiera estén leyendo ya... en cambio, los que ocupen el mismo bando que el patético abogado y yo, me permitirán que hable (lo sé, al final me dirán: sí, Acuña, usted tenía razón).
Pero todo esto no era nada, no por lo menos hasta que la vi esfumarse delante mío. Unas horas antes yo transitaba mi angustia constante y las calles del barrio de Montserrat. Debía ser el único hombre caminando en la ciudad, llevaba dos horas en un paseo sin rumbo y no recordaba haberme cruzado con ningún otro peatón. Las veredas se me presentaban, vacías y sucias, y por esa razón yo caminaba aún. Decidí salir a la 9 de Julio y luego hacia Córdoba. Los negocios estaban cerrados, ni un sólo kiosco. Autos no recuerdo, sé que vi. Buenos Aires tampoco estaba desolada.
Sé que no fue un sueño, verdaderamente estaba caminando y sobre todo sé que lo que vi después fue real. El saber es una cuestión de fe. Vi a la muchacha que leía sentada en el banco, agazapada contra el libro, tocando los cordones de sus zapatillas, con los pies un tanto levantados del suelo. El libro, y ella sumergiéndose, o absorbida, entrando al libro... O a las páginas. Ciertamente no lo sé, pero desapareció.
Y estoy seguro de que sucedió. Porque aún guardo el libro que tomé inmediatamente, abandonado y abierto como si lo hubieran olvidado sin leerlo por completo.
La imagen más cercana es una especie de succión, o de intromisión repentina, depende de qué lado se lo mire. Claramente, aún no sé si aquello fue por acción del libro o por acción de ella, y posiblemente nunca lo sepa. Pero de cualquier forma, eso no implica que lo que presencié sea mentira, digo, no descubrir la máquina detrás de aquel resultado no refuta nada, por si se les ocurría intentar tratarme de embustero.
La cuestión es que yo no invento, de hecho, como notarán, soy un mal escritor que no puede escaparle a ciertos clichés al momento de narrarles. Lo más acertado para definirme sería lo que me dijo el doctor Masselli. Mientras tomábamos unas cervezas, el abogado me miró a los ojos durante un par de segundos y antes de romper el silencio miró hacia la barra.
-Hay personas que creen y personas que no, Acuña - dijo Masselli-, yo un día defiendo las leyes como sagradas y al siguiente las discuto como si allí residiera la razón de mi vida o mi destino.
Se le derramaba la espuma del vaso luego de haberlo llenado casi con violencia, y, no sin cierta torpeza, intentaba evitar que llegara a la mesa usando una servilleta de papel. Pena, limpia y llana pena. Eso era lo que me unía con Masselli, una cerveza, un bar y servilletas de papel con las que limpiarse la grasa de los manís e intentar rescatar la espuma de su caída cruel. Y si ese día logré entender por qué yo estaba con ese tipo que no me simpatizaba en absoluto y que, es más, me producía nauseas ni bien se sentaba en la silla de en frente, si yo entendí eso en aquel bar, lo que me dijo no lo entendería hasta hace unos días. Las cosas se creen o no, y las personas se dividen entre las que creen y las que no. Masselli y yo creíamos, tanto como para creer fervorosamente en ideales opuestos, días distintos, o incluso el mismo día.
No hay más que eso, los que creen llegarán hasta acá o tal vez ni siquiera estén leyendo ya... en cambio, los que ocupen el mismo bando que el patético abogado y yo, me permitirán que hable (lo sé, al final me dirán: sí, Acuña, usted tenía razón).
Pero todo esto no era nada, no por lo menos hasta que la vi esfumarse delante mío. Unas horas antes yo transitaba mi angustia constante y las calles del barrio de Montserrat. Debía ser el único hombre caminando en la ciudad, llevaba dos horas en un paseo sin rumbo y no recordaba haberme cruzado con ningún otro peatón. Las veredas se me presentaban, vacías y sucias, y por esa razón yo caminaba aún. Decidí salir a la 9 de Julio y luego hacia Córdoba. Los negocios estaban cerrados, ni un sólo kiosco. Autos no recuerdo, sé que vi. Buenos Aires tampoco estaba desolada.
Sé que no fue un sueño, verdaderamente estaba caminando y sobre todo sé que lo que vi después fue real. El saber es una cuestión de fe. Vi a la muchacha que leía sentada en el banco, agazapada contra el libro, tocando los cordones de sus zapatillas, con los pies un tanto levantados del suelo. El libro, y ella sumergiéndose, o absorbida, entrando al libro... O a las páginas. Ciertamente no lo sé, pero desapareció.
Y estoy seguro de que sucedió. Porque aún guardo el libro que tomé inmediatamente, abandonado y abierto como si lo hubieran olvidado sin leerlo por completo.
3 comentarios:
Para mi que es algo tipo Harry Potter.Chris Angel tambien hace magia de verdad.
Celebro el retorno a la escritura. Me gusta mucho el texto, está muy bien narrado y la misteriosa desaparición de la chica te deja intrigado hasta el final (y después también) y mientras nosotros lectores esperamos saber algo más de la chica vos te das un panzazo de filosofía con la charla entre el abogado y Acuña.
Una solita sugerencia: podrías inventarles otros nombres a tus narradores en primera persona que siempre son Ezequiel, E., Acuña. Es una sugerencia nomás...
Mis personajes son monotemáticos de por sí, es verdaT.
De cualquier forma, sabrán disculpar mi fútil intento de llevar a Lynch a la escritura, lo releí recién y no me salió nada bien.
Pero pienso seguir intentando.
E.
Publicar un comentario