Eran las siete de la mañana, de la madrugada, pero para mí todavía la noche. Y cualquier claridad, sol, luz, reflejo y demases que se le pudieran reprochar a ese tipo, que es un hombre y no una clase de cosas, señorito mejor dicho, o sea, yo, cualquier referencia horaria es insostenible. Porque ese señorito que camina por la calle con una botella colgando de la mano, que me pesa bastante y podría dejar caer si no fuera porque intento darle otro trago, ese señorito sabe lo que es la noche. Y la noche es la ausencia de claridad, aunque tal vez una claridad mayor, distinta por lo menos. La cuestión es que era de noche y yo sé que es de noche porque todavía no se ve como se ve de día, se ve con ojos báquicos, pero sobre todo y tal vez lo más importante, aquello que se destila de la situación, aquella prueba no menor, es que me veo. Es decir, veo al señorito caminando por la calle y sé muy bien que intenta atinarle a cada baldosa, una suerte de pasitos en un tablero de ajedrez. Pero qué metáfora, querido, qué metáfora, entendámonos: una reina que amenaza, un rey que proteger y yo soy un alfil, porque no vayamos a creer que podemos ser una torre, acá hay que aceptar un hecho profundo: avanzar recto no es lo que nos caracteriza. En fin, volviendo al acontecimiento que no es tal pero es interesante, no queda más que observar detenidamente cómo intenta el individuo llevarse el pico a la boca, o la boca a la boca, que es algo así como decir que quiere dejar pasar por mí garganta un poco más de ese elixir venenoso que nos subdivide. Hay que aprehender que la división ya es muy clara. Está el sobrio y está el ebrio. Evidentemente a nadie se le puede ocurrir aventurar que quien manejó las fichas era el sobrio, nada tenía que hacer, ni gritarse que eran las siete de la mañana, que había que ir a dormir, que había que dejarse de joder con eso de la pulsión autodestructiva, que había que ser un tipo serio, qué tanto. Inútil. Y para colmo el dolor en los brazos, el otro esfuerzo báquico del día, ahí sí que era de día y estoy muy convencido porque nadie se quejó de los gritos que probablemente se escurrieron por la ventana, aunque como me ha hecho reconocer el último trago escurrirse puede no ser un término muy apropiado, es preferible una idea de avalancha, de grito macizo y no líquido, o tal vez algo más como un tsunami. El punto fundamental es que los brazos duelen, y por lo tanto levantar la botella es complicado, incluso sostenerla, pero algo impedía que el envase volara rotundamente hasta estrellarse contra alguno de los autos que intentan que cruce más rápido la calle - o que cruce lo que se dice bien, vaya uno a saber-. Como si un par de estridentes bosinazos lograran agitar mi discusión interna. Nada de eso, acá se define el sentido de la vida, señores. Acá se está tratando de temas importantes, debatimos entre la verdad de la visión y la posibilidad de ver. Cuasi gnoseológico. Porque no cualquiera puede levantar la vista para ver dónde carajo está, no cualquiera le ejerce una fuerza de mayor o igual magnitud a una tremenda borrachera, a una cantidad de litros de alcohol proporcional con cinco horas de tomar, a un día que podríamos definir como cansador. No, gente, no cualquiera se enfrenta a sus demonios -porque recordemos que nunca es uno solo- y hace el esfuerzo de centrar la vista, intentar ver algo de lo que mierda pasa alrededor y darse cuenta dónde está parado. Lo cual no deja de ser metafórico y gnoseológico.
Ese tipo, señorito o borracho perdido, bacante, desvirtuado o traslúcido deambulante empedernido, o sea, yo, no puede más que preguntarse sobre sus demonios y sus visiones. Y sobre todo no puede hacer más que luchar con esa tremenda resaca que va a venir, pero no con la botella que efectivamente terminé revoleando. Pero no pregunten a quién ni a donde, eso no lo vi.
Ezequiel
domingo, 10 de diciembre de 2006
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3 comentarios:
Dudo que el título sea bueno, pero el texto esta interesante...
El título es más que adecuado, casi necesario... el texto... un intento más, que le vamos a hacer
Georgie
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