A ver, abre la puerta, sale a la calle. ¿La vemos?. Toma hacia la izquierda, frena en la esquina y mira el farol. Después los cables. Se queda paradita viendo una zapatilla colgar y recuerda la leyenda. Se pregunta: ¿será verdad que indica la pobre casita de un dealer?.El tacho de basura de la esquina se parece irremediablemente a un policía de chaleco naranja. Sí, se dio cuenta desde el principio. Se dio cuenta desde esa noche de ebriedad, cigarillo en mano, en la que se negó a terminar con un libro a la luz del velador de la mesita de luz. Sí, un policía en una esquina tiene la mágica ambigüedad de ser un hijo de puta y a la vez un pobre tipo paseando con las manos en el chaleco antibalas bajo el rayo del sol.
Sí, hijo de puta y esclavo; no sólo se dan el lujo de darle miedo sino que, además, con giro rotundo acometen contra su sentimentalismo de clase y le dan lástima.El cordón de la vereda es un desafío: cruzarlo o no. Línea divisoria. La respuesta sería tanto más sencilla si una limousine parara delante, con la puerta y la perilla al alcance de su mano. Es más, si el chofer, rubio, carismático... no, morocho, carismático, saliera y diera la vuelta para abrirle la puerta. Los lujos son un sueño turbio, casi incestuoso.
El cordón: se cruza. Se cruza, sí. Pero la limousine no está y el cordón sigue siendo un cordón, una frontera entre la inmovilidad del semáforo y el apuro de los autos. Y los autos vienen pero el cordón ya está atrás, ya es una partícula de segundos transitados a la luz del farol apagado y del rayo de sol del policía dejado. El abismo de la senda peatonal abre una nueva pregunta bifurcada: ya no se trata de cruzar el cordón hacia la calle sino de cruzar el cordón hacia la vereda. Ya no se trata de traspasar la línea de fuego del miedo sino de traspasar la línea de fuego de la estabilidad tibia.La duda. Se perece en medio de la calle o se llega al otro lado.
La filosofía se muere cuando la suela de la zapatilla se eleva para pisar nuevamente una vereda. Y ahora le gustaría correr. Hasta la otra esquina, para volver a enfrentar la cavilación. Los árboles, vereda y más vereda.
Entonces es cuando el suelo se desprende, cada una de las baldozas se levanta, vuelan. Sí, vuelan y una va pisando medio en el aire. La calle se abre, se separa, caen piedritas hacia un negro profundo, un abismillo de ciudad. El cielo se oscurece. Ya no lastima el rayito de sol. La lluvia vuela hacia el suelo y mis hombros. Y ella, en lugar de encogerse y juntar los suyos al cuello, ella, en lugar de correr, se detiene y eleva los brazos, las palmas de las manos recibiendo agüita.
Ya el enigma de las zapatillas no importa. Ya los faroles, los cables, todo se ahoga en el agua que resbala por la cara de ojos cerrados y manos abiertas. Cada gota llena el cuerpo de más y más ganas de volver atrás, de reanudar la duda, de sentir quemar el asfalto bajo los pies. Pero los pies ya no existen bajo el peso de las zapatillas empapadas que no dejan dar un paso más sin sentir el esfuerzo. ¿Y si la lluvia parara? Su optimismo de clase media venida a menos no puede menos que preguntárselo, qué se le va a hacer. Y la lluvia para. Antes de preguntarse si fue obra de su pensamiento o qué, entiende que ya puede hacer tanto como quiera. La cartera golpea la espalda mientras corre, mientras las ansias de la esquina por venir se materializan en baldosas flojas y más árboles y más tachos que pasan por el rabillo del ojo a la velocidad de las nubes despejando un pedacito de cielo detrás de otro.
El otro, o sea, él, está caminando por una vereda, exactamente igual. O no, pero qué tan diferentes son las veredas de Buenos Aires. Qué tanta diferencia entre la de Medrano y la de Diaz Velez. Casi iguales para ellos. Suelas que queman, suelas que se humedecen, frío en la punta de los dedos. Y el punto es que él va hacia la esquina, como todo aquel que camina por una vereda. Duda existencial: quién pudiera caminar por una vereda porteña sin tener como meta una esquina. Quién pudiera no cruzarse con aquella niña medio loca al frenar respetando la normal civil del muñequito rojo en posición militar que indica no cruzar, quién pudiera verla venir y no chocar.
El cataclismo.
Y será el cataclismo, porque la niña choca. Choca e insulta, choca y grita, choca y grita e insulta. Pero él sabe que es una bendición, que el muñequito verde se ríe con el rojo y ambos espían desde el semáforo hecho para respetar. Y él se ríe también, ¿por qué no? Hay cosas inevitables y una de ellas es reirse cuado alguien tropieza y choca. No importa el pie pisado, no importa el dolor del taco aguja. Cómo sucumbir a esas banalidades cuando una mujer deja de ser mujer para ser apuro e insulto. La improbabilidad de la norma rota induce a una invitación de café que se rechaza durante dos cuadras a pura retórica. Pero si es un café, no una cena en un sushi bar. La innegable verdad del argumento basta y el Tortoni está tan cerca...
Después del café que casi se enfría - porque eso pasa cuando un café no es tomado y, principalmente, cuando un café no es tomado porque la boca se esfuerza en sonidos y risas-, después, la cosa se vuelve cada vez más sencilla: así como se choca una vez se choca varias. Se colapsa contra la pared de un local cualquiera, se revienta contra una puerta a medio abrir y siempre - o casi siempre - alguno termina aplastado -sometido podríamos decir- contra las sábanas: un choque irresistible. Tantas veces, tan seguido, que el cataclismo comienza a declinar y ser costumbre, la regla limita el juego. Acometerse en una cama, liquidarse contra el piso, envolverse en la alfombra, explotarse en una habitación con lucecitas violetas y rojas. Tan simple como un abrir y cerrar de ojos, valga lo pauperrimo de la metáfora.
La norma, entonces, ya no es la de la calle abierta sino la de la habitáción cerrada que, aceptesenos, es mucho peor. Porque el crimen perfecto nunca se comete en Florida y Lavalle sino en una habitación cerrada. Así de simple: una puerta trancada desde adentro, una botella de vino abierta, una cama sin tender y un cuerpo en el dulce enriedo de las sábanas. En este punto es imposible saber quién es la víctima y quién el victimario. Al fin y al cabo todo se reduce a saber que el que escapa con la remera desarreglada y el pelo revuelto siempre va a ser el mismo y que el que queda desnudo en un éxtasis de sueño siempre va a ser el mismo también. Y yo lo sé, yo resolví el enigma: yo soy siempre el que se despierta con el ruido de los autos, el que recuerda desde el la esquina hasta la luz roja violada y el que sabe que alguien, allá afuera, corre con la remera desarreglada y el pelo revuelto.
Y que quede claro, vamos a hablar en un género neutral, nada de andar haciendo misoginias o feminismos absurdos. Porque al final la cuestión hay que aceptarla como viene, en bandejita de plástico; jamás, nunca de plata. Menos aún de oro. Una pobretona bandejita de plástico servida fría (podríamos decir que casi como la venganza). Y hasta qué punto puedo negarlo. De tantas cosas se habrá vengado. Palabras, sobre todo palabras. Siempre lo complican todo. Si la expresión fuera sólo corporal. Pero no: ambos hablamos demasiado, sin saber que lo simple anda callado.
Se choca porque se quiere y se choca sin quererlo. Fricción que le dicen. El gran problema, el karma existencial: a veces esas dos almitas, pobres desdichadas, quedan pegadas; a veces... rebotan. Y uno de los dos sale despedido, por la ventana o la puerta. Evidentemente con la remera desarreglada, un tanto arrugada, y el pelo enfáticamente despeinado. El policía de la otra esquina lo ve pasar y sólo se le ocurre pensar que esta juventud está perdida. La señora de edad avanzada -por no decirle vieja de mierda, como efectivamente le dice- declara con insistencia que la remera se usa con la costura hacia adentro.
O qué importa cuando uno es un fugitivo de ventana abierta, qué importa si uno se envuelve en la sabana con olor a sexo, aroma de aire caliente; si el ambiente se torna frío y no hay cuerpo que abrace a quien se congela, no hay cuerpo que aguante. En mañanas como esas uno no desea más que dejar de ser esto y ser aquello, dejar de ser el que duerme para ser el que corre y esquiva señoras de edad avanzada... Qué no daría uno por ser el que escapa. Qué no daría uno por correr a ese mismo paso veloz hacia su propia cama, tal vez a abrazar aquel peluchito insípido, tal vez a esconderse entre su propia música y no aquella ajena radio de hotel.
Pero para los dos -ambos, ellos- el problema, siempre, absolutamente siempre, es el mismo: el cordoncito, maldito cordoncito de cemento, que habrán de cruzar. La calle, los autos, la otra vereda que pretende la novedad y la propagandea revolucionariamente, el pasito que se cambia, el saltito.Caer con el pie derecho o caer con el pie izquierdo. Esa es la cuestión.
Ezequiel M. Acuña y Bianca Lanza
domingo, 21 de enero de 2007
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3 comentarios:
Yo creo que dadas las circunstancias nos salió un texto respetable. Enorme, larguísimo, monstruoso... pero respetable. Y sin tener en cuenta el estado en el que nos encontrábamos, también pienso que está bueno, eh. Tiene cosas que mi sobriedad volaría a la mierda, pero está muy bien. Es más, pienso hasta que se podría repetir la experiencia.
Besos!
P.D.: realmente el alcohol nos bloqueó el diccionario de sinónimos, no? jajaja
Yo creo sinceramente que no teníamos la suficiente cantidad de alcohol en sangre y debido a eso hay muchas partes cadorchas...
tiene cosas copadas, hay que repetirlo con una ebriedad mayor
Cuando lo repitan me sumo, si es que no les molesta!
Besos
Nini
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