Demasiado lejos de poder escribir un poema decente, hace mucho que no actualizo así que aquí va un "intento de..", creo que se queda en un juego de palabras y que no me sale escribir poesía ni por asomo. Así que como de costumbre, escucho opiniones que me ayuden. E.
Iluso
Entre el iluso
golpe a mí
y el ensombrarse a mitad del día
el juego con los ojos
un refregar
con la mano
de trapo
Cruje
Y cuando se desarma, el reflejo
centellea, la calma
lúcida ves
un risible proceder de mimesis
y es
todo
¿y por qué?
locura
Se retrae
Detrás de aquella
no es dama
ni conjura de ilusión
el albor
desaparecido, soy
irremediable
tal vez un enfermo
Entre dos manos
que me esconden
la frente
los ojos
se apagan
¿para quién?
pecados deslucidos
Truena
Sombra de oscuridad,
Iluso,
en las manos tus ojos
partiste
miércoles, 28 de marzo de 2007
jueves, 15 de marzo de 2007
Castillo de arena
A Abelardo
No sé bien cómo empezó, pero luego de que Natalia se parara desparramando un par de tazas consideré que era momento de prestarle atención a lo que fuera que le estaba diciendo y a lo que ella me contestaba:
- Acordate de la playa
- Disculpame, ¿de qué playa estamos hablando?
De haber sabido el tema de la conversación tal vez podría haberme salvado de la mirada de tigresa hambrienta con la que intentó responderme. Debían ser las once de la mañana. Mis reflejos de hombre en peligro no pretendían despertarse aún, ni siquiera después de la tasa de café con leche y las dos medialunas. En efecto, lo notó (debo admitirlo, tampoco intenté disimular mi poco interés), porque quedó rígida con la mano en la puerta a medio abrir.
-La playa. Cuando me dijiste que todo lo que escribías era siempre pensando en mí. Que yo estaba en todos tus textos.
Yo, aclaro, soy un intento de escritor. Y por alguna razón que no creo recordar, probablemente el medio litro de vodka mezclado con jugo de naranja, yo le había dicho eso mismo.
- Me acuerdo - admití - pero si no me equivoco nos habíamos conocido esa noche, por lo que no podía estar hablando en serio.
Tampoco se podía llamar playa a aquel arenero. Por más que Natalia se hubiera encaprichado con construir un castillo de arena mientras yo le recitaba Girondo recostado contra un tobogán.
Claro que Natalia nunca estaba en los mismos lugares que yo, por más que estuviera a mi lado. Y aunque eso fuera una plaza cualquiera (aún no recuerdo cuál), para ella era San Bernardo o Mar del Plata.
- Te acordás - dijo Natalia-, bueno. La próxima vez que escribas yo voy a estar ahí.
La puerta, repentinamente sin Natalia, se bamboleó dejando entrar aire fresco de la calle. Esa, y no sin un sabor a interrogación, fue una de las últimas veces que la vi.
Volví a verla hace tres días. Hasta hoy no he escrito más que cosas sueltas en un cuaderno de hojas cuadriculadas. Algunos días se olvida que uno quería ser artista, como cualquiera se olvida de cepillarse los dientes antes de ir a dormir o llamar a una ex por su cumpleaños. De Natalia no, ni sus ojos verdes, ni su manera de caminar como si las calles se fueran abriendo para que pasara pero ella no le diera la menor importancia.
- Hola- dijo Natalia
Yo iba camino a sentarme en un banco de la plaza Las Heras y ella, sentada en el pasto en posición de loto, hacía dibujos en un cuaderno. Después, caminabamos por Libertador. Ya cerca de Retiro se desprendió de mi brazo para comprar un chupetín, y un caramelo de menta para mí. Vi otra vez su espalda angosta y sus caderas lo necesariamente más anchas. No son sus manos, ni su boca, ni sus piernas, ni sus tetas lo que define a una mujer. Todas las proporciones provienen desde sus cadera y, de acuerdo, su ombligo.
- Tomá - y me mostró el caramelo de menta en su mano - de los que te gustan
- ¿Y cómo sabés que me siguen gustando?
Separó apenas los labios como si fuera a decirme algo y desviando la vista siguió camino a la plaza San Martín. Pasamos la tarde juntos y esa noche dormí de nuevo con ella.
- No volví a escribir - le confesé
Estabamos en la cama, ella sentada con las piernas cruzadas jugando a tirar de los pelos de mi pierna. De alguna forma, sentí la necesidad de taparme y la corrí, tirando de la sábana. Por segunda vez separó los labios pero sin llegar a decir nada.
- O sí - le dije-, pero todos textos incompletos e inservibles. Y vos estabas en todos.
- ¿Te acordás de la noche que hicimos un castillo de arena en la playa?
- Sí, pero eso qué tiene que ver, Natalia. Además el castillito lo hiciste vos sola y eso no era una playa.
- El castillo lo hicimos los dos porque vos estabas en la playa conmigo. Y no me gusta que pienses que era un "castillito".
- Está bien. Igual, yo te estoy hablando de que tenías razón, la última vez que nos vimos.
- Sí, pero vos no sabés nada.
De todas formas, yo sabía. Lo supe esa misma tarde al encontrarla y tal vez desde que me dejó viendo su ausencia en la puerta del café.
Esa noche fue la última, también lo sé. Y sin embargo, no he dejado de escribir sobre ella.
No sé bien cómo empezó, pero luego de que Natalia se parara desparramando un par de tazas consideré que era momento de prestarle atención a lo que fuera que le estaba diciendo y a lo que ella me contestaba:
- Acordate de la playa
- Disculpame, ¿de qué playa estamos hablando?
De haber sabido el tema de la conversación tal vez podría haberme salvado de la mirada de tigresa hambrienta con la que intentó responderme. Debían ser las once de la mañana. Mis reflejos de hombre en peligro no pretendían despertarse aún, ni siquiera después de la tasa de café con leche y las dos medialunas. En efecto, lo notó (debo admitirlo, tampoco intenté disimular mi poco interés), porque quedó rígida con la mano en la puerta a medio abrir.
-La playa. Cuando me dijiste que todo lo que escribías era siempre pensando en mí. Que yo estaba en todos tus textos.
Yo, aclaro, soy un intento de escritor. Y por alguna razón que no creo recordar, probablemente el medio litro de vodka mezclado con jugo de naranja, yo le había dicho eso mismo.
- Me acuerdo - admití - pero si no me equivoco nos habíamos conocido esa noche, por lo que no podía estar hablando en serio.
Tampoco se podía llamar playa a aquel arenero. Por más que Natalia se hubiera encaprichado con construir un castillo de arena mientras yo le recitaba Girondo recostado contra un tobogán.
Claro que Natalia nunca estaba en los mismos lugares que yo, por más que estuviera a mi lado. Y aunque eso fuera una plaza cualquiera (aún no recuerdo cuál), para ella era San Bernardo o Mar del Plata.
- Te acordás - dijo Natalia-, bueno. La próxima vez que escribas yo voy a estar ahí.
La puerta, repentinamente sin Natalia, se bamboleó dejando entrar aire fresco de la calle. Esa, y no sin un sabor a interrogación, fue una de las últimas veces que la vi.
Volví a verla hace tres días. Hasta hoy no he escrito más que cosas sueltas en un cuaderno de hojas cuadriculadas. Algunos días se olvida que uno quería ser artista, como cualquiera se olvida de cepillarse los dientes antes de ir a dormir o llamar a una ex por su cumpleaños. De Natalia no, ni sus ojos verdes, ni su manera de caminar como si las calles se fueran abriendo para que pasara pero ella no le diera la menor importancia.
- Hola- dijo Natalia
Yo iba camino a sentarme en un banco de la plaza Las Heras y ella, sentada en el pasto en posición de loto, hacía dibujos en un cuaderno. Después, caminabamos por Libertador. Ya cerca de Retiro se desprendió de mi brazo para comprar un chupetín, y un caramelo de menta para mí. Vi otra vez su espalda angosta y sus caderas lo necesariamente más anchas. No son sus manos, ni su boca, ni sus piernas, ni sus tetas lo que define a una mujer. Todas las proporciones provienen desde sus cadera y, de acuerdo, su ombligo.
- Tomá - y me mostró el caramelo de menta en su mano - de los que te gustan
- ¿Y cómo sabés que me siguen gustando?
Separó apenas los labios como si fuera a decirme algo y desviando la vista siguió camino a la plaza San Martín. Pasamos la tarde juntos y esa noche dormí de nuevo con ella.
- No volví a escribir - le confesé
Estabamos en la cama, ella sentada con las piernas cruzadas jugando a tirar de los pelos de mi pierna. De alguna forma, sentí la necesidad de taparme y la corrí, tirando de la sábana. Por segunda vez separó los labios pero sin llegar a decir nada.
- O sí - le dije-, pero todos textos incompletos e inservibles. Y vos estabas en todos.
- ¿Te acordás de la noche que hicimos un castillo de arena en la playa?
- Sí, pero eso qué tiene que ver, Natalia. Además el castillito lo hiciste vos sola y eso no era una playa.
- El castillo lo hicimos los dos porque vos estabas en la playa conmigo. Y no me gusta que pienses que era un "castillito".
- Está bien. Igual, yo te estoy hablando de que tenías razón, la última vez que nos vimos.
- Sí, pero vos no sabés nada.
De todas formas, yo sabía. Lo supe esa misma tarde al encontrarla y tal vez desde que me dejó viendo su ausencia en la puerta del café.
Esa noche fue la última, también lo sé. Y sin embargo, no he dejado de escribir sobre ella.
viernes, 9 de marzo de 2007
Sin ganas
Te cae el cansancio sobre los brazos. Y además aquel dolor de cabeza te exige cerrar los ojos. Subís la escalera, sin ir a ningún lado. Porque no querés. La ventana está abierta, hay algo de luz. No está nublado, no llueve, no sos vos quien sale a pasear. En la cocina te llama un café... o una coca cola que te devuelve un poco de vida. Apagás la música porque no la soportás. Lo mismo el dolor te rodea la cabeza. Encendés la televisión, no cambiás de canal porque sabés que no vas a encontrar nada y que no querés ver nada. Volvés a la ventana y decidís que vas a salir, quieras o no vas a salir. Juntás un par de cosas para meter en tu mochila pero te duele la orbita de los ojos y te cuesta ver. Te olvidás algunas otras. Ya estás buscando las llaves para salir, decidís comer algo antes. Abrís la heladera, sólo pan, y la cabeza vibra con cada mordisco. Vas hacia la puerta, vas a salir y notás un gran frío y un gran alivio. Una espesa marea roja cae hasta tus hombros. Tu cabeza estalló.
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