martes, 18 de septiembre de 2007

Aguafuertes

"Hay que encontrarle el lado arltiano a la literatura del interior para que deje de ser costumbrista.” Dice Orlando Van Bredam, ganador del premio Emecé 2007.

¿Y por qué no a la porteña también?, pregunto yo.

martes, 11 de septiembre de 2007

Crónica de descenso y desencanto

...Cada movimiento estuvo dominado por una gran confusión: cómo agarró sus cosas, cómo abrió la puerta para marcharse. No quiso mirar a nadie a los ojos y, con la vista en el piso, dijo que necesitaba salir. Escapó, tomó el ascensor. Intentó no mirarse en el espejo. No lo logró: estaba pálido, serio. Cierto aire violento le cruzaba la boca, una flexión acorde con la necesidad irrefrenable de romper el espejo. Se resignó a escupirlo.
Corrió para salir del edificio. Instintivamente encendió un cigarrillo y comenzó a caminar por la avenida. Dobló a la derecha en la primera calle lateral, cruzó hacia la plaza. Vio los bancos pero se negó a sentarse: necesitaba caminar, rápido, rápido, agitarse, rápido, rápido, cruzar, patear esa botella, rápido, cantar lo que cantaba, rápido, más alto, rápido, gritar.
Estaba de nuevo en la avenida y no supo hacia dónde seguir. Respiró profundo, sintió el aire rozándolo por dentro: cerró los ojos. Antes de volver a abrirlos buscó convencerse de que había transcurrido un largo tiempo. La avenida aparecía como un paraje desolado. Las veredas anchas eran sólo para él pero, al mismo tiempo, lo dejaban al descubierto. Caminó.
Mientras tanto, en su mano se consumía el tercer cigarrillo, que apagó al llegar nuevamente a la esquina del edificio. Cruzó en diagonal y se ocultó detrás de un puesto de diarios. Retrocedió unos pasos y se ubicó en el escalón de una vidriera.
Protegido de la luz de los faroles se sintió más tranquilo. Miró el edificio y la ventana lateral del cuarto piso. La luz que salía, las sombras que jugaban a lo lejos, los signos de la existencia, aquello de lo que había escapado y a lo que él ya no pertenecía. Miraba desde su escondite e imaginaba. Pero todo lo que sucedía en el interior de ese departamento no era alcanzable, no era real. O, en fin, no era.
Dejó de pensar, encendió otro cigarrillo. El temor parecía ser la razón que lo movilizaba, la excusa. El temor a lo oculto es mucho menor que el temor que lleva a ocultarse, a fugarse sin decir a donde iba y volver para espiar por esa ventana que no mostraba más que luz. Reflejos indefinidos de lo que él no era. Cruel castigo, la nada.
Entonces, ¿qué esperaba?
Allá arriba alguien bajó la persiana. Decidió que esa era su señal y no esperó más: la caída de la cortina de madera lo desprendió de su escondite. Siguió camino por la avenida aunque ahora pisaba con suavidad las baldosas. Las escaleras de una estación del subte lo sorprendieron. “Casi una catabasis”, pensó. Y no pudo evitar seguir su instinto poético y descender poniendo un pie en cada peldaño, despacio, uno detrás de otro...